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Parra y Tranströmer: dos utopías disímiles

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Nicanor Parra y Tomas Trnastromer. Dos poetas distintos, dos modos de ver la realidad, dos maneras de estar unidos solo por la edad, la fuerza vital y la persistencia creativa.
Tengo en mi mesa de noche una pila de libros que esperan turno para ser leídos y, en algunos casos, releídos. Dos de ellos son de reciente adquisición: Poemas y antipoemas de Nicanor Parra y dos antologías  de poemas de Tomas Tranströmer:  Deshielo al mediodía y El cielo a medio hacer.
En realidad, a Nicanor Parra ya lo había leído en mi época de estudiante universitario. Entonces el espíritu “anti” estaba tan arraigado en mí que los textos del chileno me cayeron como pedrada en ojo de tuerto. Con Tranströmer, en cambio, debo reconocer que partía de una ignorancia absoluta. ¿Cómo se me pudo podido escabullir un poeta tan importante para la literatura mundial?, me pregunto.
Cuando el sueco fue anunciado como el nuevo Premio Nobel de Literatura busqué infructuosamente en bibliotecas públicas y privadas algún libro de su autoría. Con suerte, pude leer algunos textos suyos en blogs y suplementos culturales de algunos diarios electrónicos. Lo poco a lo que tuve acceso me prefiguró el inmenso talento de este poeta. No había leído ni una sola línea de él y sentía remordimientos, por esta razón apenas pude adquirí las antologías mencionadas.
Algo parecido me sucedió hace poco con Parra. Enterado de que se había ganado el Premio Cervantes corrí a mi biblioteca en busca del librito editado por Cátedra para meterle el diente por segunda vez. Pero desistí y me entretuve navegando en las páginas oficiales y extraoficiales que abundan en la Internet. Mi objetivo era leerlo el fin de semana siguiente y preparar un artículo para el diario, pero el tiempo y las lecturas pendientes fueron postergando su lectura, igual que la de Tranströmer.
Como soy un lector lleno de manías y obligaciones autoimpuestas, cada vez que tomaba uno de los libros pendientes de mi mesa de noche me acordaba la deuda que tenía con el Nobel y el Cervantes. Hasta que anoche no pude más e intenté saldar mi deuda. Lo primero que hice fue hojear los libros para obtener una visión general de la aventura que iba a acometer, luego me sumergí de golpe y a ciegas. Y aquí estoy todavía, envuelto en una piel transparente como neurona en mielina, atontado, fuera de órbita, colgado de las imágenes insólitas producidas por ambos poetas.
No hay poetas más disímiles que Parra y Tranströmer. Mientras que el primero afirma su presencia en cada uno de sus famosos antipoemas, el segundo quiere más bien desaparecer elegantemente, borrarse de la realidad poética para que sea ella misma la que organice su existencia. Parra poetiza desde la trasgresión; Tranströmer desde la seducción plástica. Parra busca el humor y la corrosión; Tranströmer la asociación de imágenes extrañas y provistas de contemplación.
Uno y otro, sin embargo, estás unido por una postura irreductible frente a la realidad. El chileno no ha dejado de ser nunca el aguafiestas ideológico, el contestatario que “colgó” de un puente la silueta de los mandatarios chilenos desde de O' Higgins a Lagos, pasando por Pinochet. Su carácter fue siempre el de un alborotador.  Mientras que el sueco lucha para que su voz y su talento musical no se apaguen en la caja negra de la hemiplejía y el silencio. No lo hizo antes cuando fue acusado de escribir en contra del compromiso político, ni creo que lo hará ahora que acaba de cumplir 80 años.
Leamos estas lecciones de poesía. Uno es irónico,  contestatario, irreverente: «El autor no responde de las molestias que puedan ocasionar sus escritos: / Aunque le pese/ El lector tendrá que darse siempre por satisfecho (…) Según los doctores de la ley este libro no debiera publicarse: / La palabra arcoíris no aparece en él en ninguna parte, / Menos aún la palabra dolor, / La palabra Torcuato. ¡Sillas y mesas sí que figuran a granel!, / ¡Ataúdes, útiles de escritorio!/ Lo que me llena de orgullo/ Porque, a mi modo de ver, este cielo se está cayendo a pedazos». El otro es plástico, casi imperceptible: «Uno ha visto tanto. / A uno la realidad lo ha consumido tanto: / pero al fin, ha llegado el verano: // un gran aeropuerto— el controlador baja/ carga tras carga de gente/ congelada en el espacio.// La hierba y las flores: aquí aterrizamos. / La hierba tiene un jefe verde. / Yo me pongo a sus órdenes».
La lectura no ha concluido todavía. Me aguardan el segundo tomo de Tranströmer y una relectura del breve libro de Parra. Por ahora, sin embargo, creo que tengo suficiente. La poesía, además de ser un profundo misterio, es siempre una experiencia reconfortante, sea que se viva desde la ironía o desde la seducción estética. 

El Fausto enamorado

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¿Puede el ansia de una obra creativa postergar la fuerza indomable del amor? La vida del célebre poeta portugués Fernando Pessoa se movió en estas arenas movedizas.
Hay historias de amor que han marcado con fuego la vida de los escritores. Algunas les han servido como fuente de estímulo creativo y otras como causa de infelicidad. Por amor, Dante Alighieri escribió lo que escribió en honor a Beatriz. Por amor también, Sofía Behrs colaboró con la obra creativa de León Tolstoi y alumbró trece hijos. Por desamor, a su vez, Césare Pavese tomó la determinación de acabar con su vida y, por lo mismo, con su espléndido proyecto creativo.
Pero hay historias donde el amor ni se crea ni se destruye, sino que se transforma en un mero instrumento para llegar a un objetivo superior. El caso más conocido es el de Franz Kafka, quien no dudó en confesar a Felice Bauer el papel secundario de la pasión amorosa en su plan creativo: «Mi vida consiste y ha consistido, en el fondo, desde siempre, en tentativas de escribir… Mi tenor de vida está organizado únicamente en función de la escritura y si experimenta cambios, los experimenta para que corresponda mejor, si es posible, al escritor, dado que el tiempo es breve, las fuerzas son exiguas, la oficina un espanto, la habitación muy ruidosa y es necesario apañárselas con artificios, cuando no resulta posible hacerlo con una vida recta».
Algo parecido le escribió Fernando Pessoa a su única y conocida compañera, Ophélia Queiroz: «He llegado a una edad en que se está en plena posesión de facultades, en la que la inteligencia ha alcanzado su apogeo de fuerza y agilidad. Por ello, ha llegado el momento de poner en punto mi obra literaria, completando algunas cosas, reagrupando otras y escribiendo las que todavía no han sido escitas. Para realizar esta obra, necesito calma y cierto aislamiento […] Toda mi vida futura depende de que pueda hacerlo, y hacerlo enseguida […] Si me caso, será contigo, Queda por averiguar si el matrimonio, el hogar (se dé este nombre u otro), son cosas que me convienen, a mí, que consagro mi vida al pensamiento…».
¿La literatura como un poder superior al amor? ¿Qué tiene la exaltación literaria que no tenga el impulso amoroso? Las respuestas quizás tengan que ver con la naturaleza de cada individuo, con su manera personal de encarar el mundo y con la consciencia que cada uno tiene de la misión para la que está en la tierra. En el caso de Fernando Pessoa, él era totalmente consciente de que había venido para servir a una causa suprema: la escritura. Y por esta razón, no dudó nunca en vivir como un anacoreta, privarse de los placeres mundanos y amar a cuentagotas. Pessoa amaba a Ophélia, pero más amaba a la verdad literaria. Las cartas que le dirigió desde 1920 a 1930 así lo acreditan. Ahora que han vuelto a ser reeditadas (Cartas a Ophélia. Libros del zorro rojo, Barcelona, 2010) uno puede seguir paso a paso un proceso amoroso en el que, como dice Antonio Tabucci, encontramos a un Pessoa «obligado a canjear su frágil Margarita, inteligente y algo desorientada, por un Mefistófeles implacable y totalitario, agazapado en el Proyecto de una Obra…». No conozco el libro que reúne las cartas de ella a Fernando, donde supongo se confirma este punto de vista.
«Pessoa escogió simplemente la literatura porque no podía escoger el amor», ha escrito Antonio Tabucci en el prólogo a las Carta a Ophélia. Otros ―a partir de la incierta ambigüedad sexual del poeta y la declarada homosexualidad de uno de sus heterónimos más polémicos: Álvaro de Campos― han sacado la conclusión de que estuvo negado para el amor heterosexual. Si bien esta postura se basa en indicios, resulta muy apresurada. Por lo demás, que fuese o no heterosexual poco importa cuando lo más importante es su obra creativa, obra en la que Ophélia Queiroz resulta hasta cierto punto una «víctima canjeable».
En las cartas llama mucho la atención la forma en que el poeta trata a Ophélia. Unas veces con términos infantiles: «Bebé», «Bebecito», «Bebé-angelito», «Ninita», «Bebé-«Ninita». Otras voces con sustantivos ofensivos: «Víbora», «Avispa», «Fiera». Y otras con fórmulas solemnes: «Excelentísima Señora». Algunos exégetas han creído ver en esta curiosa manera de nombrarla un intento de desexualización de ambos. Lo cierto es que durante su relación amorosa Fernando Pessoa compuso, bajo el pellejo metafórico de Álvaro de Campos, un poema en el que realiza un ajuste de cuentas maravilloso con el romántico enamorado que llegó a ser: «Todas las cartas de amor/ son ridículas./ No serían cartas de amor si no fueran/ridículas./ En mis primeros tiempos escribí cartas de amor/ como las demás./ ridículas./ Y es que, en fin,/ sólo las criaturas que no han escrito jamás/ cartas de amor/ son las que son/ ridículas./ Quien volviera a aquel tiempo en que escribí/ sin darme cuenta,/ cartas de amor/ ridículas./ La verdad es que hoy/ mis recuerdos de aquellas cartas de amor/ son los que son/ ridículos./ (Todas las palabras esdrújulas,/ como los sentimientos esdrújulos,/ son naturalmente,/ ridículas».

El placer anacrónico

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Los libros se han guardado por siglos en estanterías y bibliotecas con placer maniático. Dentro de poco, se conservarán por miles en dispositivos miscroscópicos y, por lo mismo, exigirán un nuevo tipo de devoción por parte del lector.
¿Por qué seguir comprando libros, leerlos tumbados en un sofá y luego guardarlos en estantes si dentro de poco serán cosa del pasado, viejos objetos que los bibliómanos y bibliófilos conservarán como las joyas de la abuela?
El lugar de los libros va siendo ocupado poco a poco —y de manera irreversible— por aparatos informáticos diminutos capaces de almacenar miles de ellos en apenas centímetros cuadrados, ¿entonces por qué insistir en conservarlos si ocupan tanto espacio? Supongo que se trata de un tema generacional.
Los que guardamos libros a la antigua somos, como los lectores de mañana, hijos de las costumbres, el conocimiento y las circunstancias. En mi caso: es lo que aprendí de niño con mi familia, lo que experimenté cuando visitaba alguna biblioteca pública en mi época de colegial y lo que ciencia y la tecnología de los 70 indicaban a los dueños de estos objetos mágicos.
Hay sin duda una especie de nostalgia que mueve a los cuarentones como yo a visitar regularmente librerías formales y de viejo para agenciarse de materiales de lectura. Soy un migrante como todos los de mi edad y aunque puedo leer diarios y revistas en la pantalla de una computadora, soy incapaz de meterle diente a un libro completo bajo el formato digital. Soy hijo de mi tiempo, no lo dudo.
Las editoriales siguen produciendo libros físicos porque existe todavía un mercado para lectores anacrónicos o sobrevivientes como yo, porque los e-books son todavía relativamente caros y no han podido desarrollar una cultura del placer cibernético y porque aún restan muchos años para que abandonemos del todo las estanterías abarrotadas de textos impresos. Cuando ese día llegue, ¿a dónde irán a parar todos los shakesperares, borges, vallejos, garciamarques, vargasllosas, kunderas y pessoas que me han acompañado a lo largo de la vida? ¿Arderán a 451 grados Farenheit?
Los que compramos y coleccionamos libros practicamos un ritual de adquisición y lectura. Primero vamos, previo ataque de ansiedad, en su busca. Cuando llegamos a las librerías, los tomamos con cariño, miramos las tapas, leemos los cintillos de promoción, luego la nota de la contratapa y en última instancia el precio. Ya a esta altura del ritual sabemos que serán nuestros, pero insistimos por puro hedonismo en comprobar con el asistente a asistenta del lugar si el precio es el que dice la etiqueta. Pagamos y salimos disparados a casa con la finalidad de disfrutar con más libertad su posesión.
En casa arrancamos lentamente la envoltura de plástico, los volvemos a acariciar y los olemos. Sí, los olemos. Los libros huelen a tinta impresa, a goma, a artificio y, por supuesto, a conocimientos, a información. No podemos describir exactamente el olor, lo cierto es que huelen a una mezcla de todo y ese olor es como la justificación de una adicción. Tras el rastreo sensorial, viene quizás la parte más placentera: buscar el momento ideal para clavar los ojos en su primera página.
He inaugurado primeras páginas de libros en camas, sofás, retretes, asientos de buses y aviones, salas de espera y cafeterías, y siempre con mucho respeto y reverencia. No suelo mientras leo subrayar o anotar sobre las páginas impresas, aunque lo he hecho algunas veces por necesidad y con buenos resultados. En general, prefiero tomar notas en libretas, pegarles papelitos adhesivos de colores a las páginas y cuidar de que los libros no se estropeen por ninguna de sus partes. Algunas veces, sí se trata de textos que me interesan en demasía, les coloco una cubierta de plástico y los limpio cuidadosamente. Se puede decir que cuido de ellos con devoción de fanático. A veces he pensado que el cariño que les prodigo con tanto esmero es mi manera de despedirme de ellos, de asirme a una materialidad que probablemente no exista cuando yo me haya muerto.
Mi hija Luciana tiene once meses de nacida. Es dueña de un par de libros ilustrados de El Quijote para niños, de esos que tienen las páginas de cartón grueso, grandes dibujos y casi nada de texto. Ella, por supuesto no lee, pero ha aprendido algo que su madre y yo le hemos enseñado inconscientemente: que los libros se guardan en los estantes. Cada vez que quiere jugar con ellos pide con gestos y sonidos que la acerquemos hasta el lugar donde los deja siempre. Es el mismo rincón donde reposan los libros de Octavio Paz, Tolstoi, Mann y Celine. ¿Cómo decirle que se trata de una costumbre extemporánea, de un ritual que ella cambiará dentro de poco por tecnologías que sus padres no alcanzarán a ver ni a experimentar? Por ahora, me consuela pensar que será una lectora del futuro.
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Imagen: Mmpo.biz

Para el que tenga interés

La destrucción de la belleza

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La destrucción sistemática del medio ambiente no comprende solo el exterminio de la vida, sino también la desaparición de la belleza en todas sus manifestaciones.
Si me dieran a elegir entre los que están a favor de la defensa cerrada del medio ambiente y los que creen que el planeta puede soportar todavía más destrucción, sin duda estoy con los primeros. La tierra explota, dice Sartori, pero algunos imbéciles todavía no se dan cuenta —o no quieren darse cuenta— de lo que ocurre.
No quiero caer en el dramatismo estadístico ni en las profecías apocalípticas con que a menudo se presentan los males derivados de la destrucción sistemática de nuestro planeta. Lo del efecto invernadero, la emisión abusiva de gases tóxicos, el uso indiscriminado del combustible fósil, el envenenamiento de mares y ríos, la destrucción de bosques, la desaparición de especies animales y vegetales y la desertización de grandes zonas de cultivo, es algo que no necesita de más comentarios ni demostraciones.
Se han lanzado campañas de concientización mediáticas y sociales para impedir la catástrofe. Aunque no se ha detenido en seco el mal, se ha logrado crear al menos una gran conciencia sobre las amenazas que se ciernen sobre la humanidad —especialmente entre los más pobres y desprotegidos— si es que no se toman medidas inteligentes.
Los problemas derivados del efecto invernadero y la destrucción de la capa de ozono han incrementado, por ejemplo, el riesgo de contraer cáncer de piel debido a que los niveles de radiación han superado todos los límites previstos. Los especialistas recomiendan protegerse con bloqueadores soleares bajo sol y sombra. Y no se trata de bromas. Los científicos advierten que las zonas más expuestas son las del hemisferio del sur. Esto quiere decir que las consecuencias de haberle causado tanto mal a la naturaleza ahora se dirigen directamente sobre el hombre, juez parte de todo este asunto.
Algo está pasando a nuestro alrededor y no somos capaces de advertirlo con claridad. Cuando al fin lo logramos, los hechos se presentan como consumados y, en muchos casos, como situaciones irreversibles: las costas pierden playas, los ríos se secan, las aguas de las lagunas son presas del mercurio, las fábricas lanzan gases tóxicos y los barcos y las plataformas derraman petróleo. En cualquier caso, se  trata de situaciones que han estado siempre bajo el control de los seres humanos y, por lo mismo, han podido evitarse o prevenirse.
¿Cuándo empezó todo esto? No se puede determinar con exactitud. El daño que el hombre le causa a la naturaleza es de vieja data y, aunque no está documentado, se supone que pasó a ser grave a partir del siglo XVIII con la Revolución Industrial, y se aceleró en los dos siglos posteriores. Cuando el capitalismo llegó al estadio de la producción de artículos suntuosos y comida chatarra hace rato que habíamos convertido a la tierra en un gran basural. Y no contentos con esto, el espacio inmediato que rodea a la tierra —si las cosas siguen como están— podría terminar convertido también en un depósito de máquinas, computadoras y fierros viejos en órbita perpetua.
Cuando era niño, durante los meses de verano en mi pueblo llovía torrencialmente, los cerros se llenaban de vegetación y gusanos, en los tejados crecía musgo, los grillos y saltamontes  tomaban por asalto los postes de alumbrado público y los ríos traían más agua que de costumbre. Pero lo más extraordinario de aquella estación era el desfile de decenas de mariposas que bajaban de los cerros y se dirigían hacia el oeste. Las había de todos los colores y formas. Entonces no había la conciencia ecológica de ahora y los muchachos de entonces las cazábamos con ramas secas de algarrobo. En realidad, lo que hacíamos era matarlas a golpes para luego guardarlas en cajitas de fósforos que luego olvidábamos en algún rincón de nuestras casas.
Ese ejército de muchachos crueles a veces se apostaba, rama en mano, a esperar a esos bellos y maravillosos insectos, pero estos casi nunca aparecían. A las mariposas les gustaba cruzar sorpresivamente el cielo de mi pueblo. Y así lo siguieron haciendo hasta que un día de pronto se marcharon para siempre. No sé si fueron exterminadas a ramalazos por esos mocosos insensatos, o algo cambió en el clima que las condujo una a un muerte segura, o simplemente se fueron porque encontraron un mundo inhóspito donde ya no llovía ni crecían hierbas y gusanos.
La muerte lenta de la tierra se parece a la desaparición inesperada de esas mariposas que los muchachos de mi pueblo esperábamos en las tardes del verano. De algún modo, todos nos hemos convertido en cazadores crueles y egoístas de la belleza con nuestros actos de indiferencia. ¿Dejaremos que  la tierra pase de hogar hospitalario a espantoso hotel donde nadie querrá alojarse nunca más? 

Presentación: lunes 5 de marzo, a las 7 PM. Feria del Libro de Trujillo.

Vallejo y Ribeyro: culpables del subdesarrollo

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¿Qué relación existe entre César Vallejo y Julio Ramón Ribeyro con el atraso del Perú? Un delirante articulista los acusa de haberlo incentivado con su “pesimismo”. 
Hace unos días, leí un artículo (Suplemento Economía de El Comercio del 13/03/12) soso y majadero en el que su autor, Diego De la Torre, culpa a César Vallejo y Julio Ramón Ribeyro de haber influido de manera negativa en el subconsciente de los peruanos.
Según el articulista, Vallejo con su «letanía derrotista» y Ribeyro con su «tentación del fracaso»  lo único que han hecho hasta ahora es impedir que los peruanos creamos en «algo grande» y desarrollemos «una mentalidad ganadora y sin complejos».
Como ejemplos de este «endémico pesimismo», De la Torre cita los cuentos Paco Yunque y Espumante en el sótano. Supongo que para llegar a la mentecata conclusión a la que ha llegado, ha tenido que leerse la obra completa de ambos. Y, sobre todo, ha tenido que comprobar que las mentes de todos los peruanos —o la mayoría de ellas— están  perversamente influenciadas por el tipo de literatura que practicaron estos   dos ilustres hombres de letras.
Felizmente, Mario Vargas Llosa ganó el 2010 el Premio Nobel de Literatura, de lo contrario De la Torre lo habría acusado sin duda de envenenar el pensamiento de los jóvenes con aquella famosa pregunta que se hace el personaje  Zavalita cuando sale de las oficinas de La Crónica y se dirige la jungla de la avenida La Colmena: «¿En qué momento se jodió el Perú?». Pero como el autor de La ciudad y los perros es antes que nada un «ganador», no vale la pena achacarle el pregón derrotista.       
De la Torre afirma que los primeros en ser persuadidos por el «Dogma Montaigne» (una supuesta falacia económica que consiste en atribuir la pobreza de los pobres a la riqueza de los ricos) son los intelectuales, políticos y economistas que comparten con Vallejo y Ribeyro una visión pesimista de la realidad. En consecuencia,  estos especímenes —con la ayuda del vulgo— serían también los encargados de  frenar la lógica del desarrollo y la energía «creadora y empresarial» que todos los peruanos llevamos dentro.  Luego de leer el texto de La Torre, algunos twiteros  han escrito en tono de sorna que Vallejo y Ribeyro también tienen la culpa de que la selección peruana de fútbol no vaya a un mundial desde hace varias décadas.
Para De la Torre, las cosas ahora han cambiado y Vallejo, Ribeyro y Montaigne son cosa del pasado. Desde que se crearon nuevas leyes que respetan el derecho de propiedad y estimulan el libre mercado, la percepción de los peruanos es otra. Hoy por hoy —dice— la riqueza se extiende por doquier, el pragmatismo preside las relaciones económicas y el Perú es un país de inversionistas y ricos potenciales.  ¿Qué ha pasado? ¿A quiénes leen ahora los prósperos peruanos? ¿Son los mensajes de Paulo Coelho, Alejandro Jodorowski y los paladines de la autoayuda tan poderosos como para cambiar la mentalidad consternada de los que antes leían a Vallejo y Ribeyro?
Los deleznables argumentos empleados por De la Torre se deben, de acuerdo a mi punto de vista, a tres posibles causas: ignorancia, oportunismo o fundamentalismo ideológico. ¿De qué otro modo podrían tomarse sus necedades? Solo alguien aquejado de ignorancia puede atribuir influencia negativa a la literatura en un país donde nadie lee ni menos compra libros (o citar mal a Montaigne como se lo ha demostrado un lector). Y lo peor, atribuir malas intenciones a quienes lo único que persiguen es revelar o cuestionar la condición humana que les ha tocado vivir. Además, si hubiera leído correctamente a Vallejo y Ribeyro comprendería que en ellos el dolor y el fracaso son valores creativos antes que estigmas de la  autodestrucción.
O quizás  el Presidente del Pacto Mundial en el Perú lo único que ha querido es ser original y esté convencido que esgrimir sandeces es una manera de ganarse el aprecio de los apologistas del libre mercado. De la Torre ha creído, equivocadamente, que las mismas fibras de peruanidad que tocó Thays en su opinión sobre la gastronomía podían tocarse también ―y con los mismos efectos― en la literatura. Más tonto no pudo ser.
O tal vez se fe liberal sea tan ciega que ha terminado convertido en un fanático y considere —como Satlin o Pol Pot— que los escritores e intelectuales son peligrosos para el desarrollo de los pueblos y, por lo tanto, hay que sacarlos del camino.  
«En resumen, lo que el texto dice es que el Perú sería un mejor país si no hubiéramos tenido nunca a un César Vallejo ni a un Julio Ramón Ribeyro; que Ribeyro y Vallejo son dos lastres en el imaginario de la peruanidad», ha escrito en su blog Gustavo Faverón. Comparto plenamente su opinión.
Me pregunto qué pensará La Torre respecto de la relaciones  Emil Cioran-Rumanía, Franz Kafka-Checoslovaquia y Fernando Vallejo-Colombia.  ¿Guardan todos estos binomios una relación causa-efecto de carácter negativo?  De acuerdo a su ignorancia, exhibicionismo o fanatismo liberal supongo que sí.          

Estupendo discurso de Soledad Gallego-Díaz días sobre el futuro del periodismo


De oficio, escritor

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¿Por qué es tan difícil que la sociedad acepte a un escritor como un trabajador asalariado? ¿Qué condiciones debe cumplir este para que sea reconocido como tal?
José Miguel Oviedo cuenta que cada vez que la gente le pregunta cuál es su ocupación, él responde con toda naturalidad “escritor”. Pero la respuesta siempre deja un manto de duda. Ah, ya, pero en qué trabaja, insiste la gente en preguntarle.
Para el común denominador, no existe la profesión de escritor. Puede ser un pasatiempo, una distracción, una forma de matar la abulia, un hobby; nunca un oficio. De este modo, poetas y narradores son condenados a vivir una ciudadanía de segunda categoría. El escritor representa cualquier imagen, menos la de un trabajador asalariado.
En caso de que alguien dijera que se dedica solamente al oficio de “poeta”, el manto de duda sería todavía más grande. Si en general la condición de escritor no satisface las exigencias sociales, la del poeta supone no solo desconfianza sino extrañeza y hasta desprecio. “¡¿Poeta?¡!”, pregunta asombrada la gente.
Los futbolistas no tienen, por ejemplo, problemas en declarar su ocupación. La mayoría entiende que existen seres humanos que se ganan el pan metiendo goles en el arco contrario o evitándolos en el suyo. Incluso los ven con buenos ojos. Ser futbolista es una actividad que, cuando es exitosa, produce mucho dinero. Pero, ¿escritor?, ¿poeta? ¿En qué consiste este trabajo si se puede llamar así?
Dedicarse a tiempo parcial o completo a imaginar historias, pergeñar versos o esgrimir ideas explosivas es lo mismo que dedicarse a jugar ludo, ajedrez o pictionary. Es decir, una distracción más, un juego inocuo, algo que no demanda esfuerzo y, como consecuencia, no debe ser remunerado. Es decir, una actividad en la que el pan no se gana con el sudor de la frente. Así de obcecadas son a veces las creencias de los ciudadanos.
Pero los poetas y escritores también pagan impuestos, recibos de luz, agua y teléfono y, sobre todo, comen. Son muy pocos los que pueden vivir exclusivamente de la escritura y venta de sus libros. Los que lo hacen, han llegado a una situación de privilegio, caso Mario Vargas Llosa y otros más. Los más, carecen del éxito comercial que les permita dedicarse a tiempo completo a lo que a los ojos de los demás es todo menos un «trabajo».
¿A qué se debe esta visión tan devaluada del oficio de escritor? Supongo que una de las razones más poderosas es que para ser escritor no hay que estudiar en una universidad, lo cual le quita a esta actividad el carácter de  «respetable» o «útil». Otra sería el hecho de que está asociada a la vida bohemia y llena de excesos como las drogas y el alcohol. Y otra que un escritor no sirve para la vida práctica, para la competencia o para el mercado, el dios de nuestro tiempo. Hay, por supuesto, más razones, pero estas son las que explican mejor, creo, el tema.
Para que los escritores se vuelvan seres visibles o alcancen estatus social tienen que aparecer en los medios, demostrar que pueden con el éxito o  ganarse cuando menos el premio Nobel. De lo contrario, serán ignorados olímpicamente o mirados con cierta conmiseración. Esta situación es mucho más dramática en realidades donde nadie lee y los libros son como máximo objetos de curiosidad.
La actitud de la sociedad frente a la literatura es una repetición a escala mayor del prejuicio que tienen los grupos de poder frente al escritor. Algunos consideran a narradores y poetas como un escollo para el desarrollo humano debido al pensamiento crítico con que juzgan la realidad (ya hemos visto lo que piensa un  sector de la clase empresarial peruana respecto a Vallejo y Ribeyro), y a la literatura como una actividad del pensamiento que no tiene nada que ver con el progreso de la sociedad. 
Vivimos sin duda en medio de una profunda ignorancia, bombardeados por falsas premisas que califican a las artes y a las ciencias humanas como formas sutiles de malgastar el tiempo. Siguiendo esta lógica, podría ocurrir que lleguemos al punto en el que tengamos, por un lado, a una sociedad que prospera económicamente y, por otro, a una masa de ciudadanos ignorantes a los que se les hace muy, pero muy difícil, aceptar que ser poeta, narrador, periodista o dramaturgo es una manera honrada de ganarse la vida.

El imperio de lo light

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El último libro de Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo, pone el dedo en la llaga y suscita polémica en torno al arte, la cultura y la civilización.
 Si Mario Vargas Llosa se hubiera dedicado solo a escribir artículos y ensayos, estoy seguro que hubiera tenido la misma aceptación que tiene ahora como novelista. Muchos de sus trabajos —al margen de su postura ideológica— son sin duda verdaderos modelos de exposición y argumentación.
La idea central de su libro La civilización del espectáculo es que la cultura está marcada por el puro entretenimiento y la frivolidad. Los principales síntomas de esta situación serían la banalización de las artes y la literatura, el imperio de la prensa amarilla y la puerilidad de la política.
Según Vargas Llosa, hemos pasado de un proceso de cultura a uno de post-cultura donde, en principio, los intelectuales, los artistas y los escritores han perdido la importancia que tenían antaño. Ahora, dice, es normal y obligatorio que los medios den tribuna a cocineros, diseñadores y deportistas como si ellos fuesen los portadores de una nueva verdad.
«La diferencia esencial entre aquella cultura del pasado y el entretenimiento de hoy es que los productos de éste son fabricados para ser consumidos al instante y desaparecer, como los bizcochos y el porcorn», escribe. Su convencimiento es que esta mimetización de lo profundo a lo ligth es un fenómeno universal, una nueva cultura en la que participan ricos y pobres, desarrollados y subdesarrollados, y en la que los intelectuales lo único que hacen es sentarse a mirar cómo pasa ante sus ojos el cadáver de la cultura.
Si antes cultura significaba —explica— «la reivindicación de un patrimonio de ideas, valores y obras de arte, de unos conocimientos históricos, religiosos, filosóficos y científicos en constante evolución, el fomento de la exploración de nuevas formas artísticas y literarias y de la investigación en todos los campos del saber», ahora representa un cóctel de información en el que es imposible distinguir lo bueno de lo malo.
Las causas de que haya surgido esta nueva realidad son diversas: la multiplicación de las industrias de la diversión debido al crecimiento del ocio y la fuerza de la publicidad, la democratización de la cultura (esta ya no es más patrimonio de una élite), la desaparición de la crítica en los medios de comunicación (y con esto la posibilidad de que los ciudadanos sean guiados en su acercamiento a la alta cultura), la masificación de las actividades escapistas como el deporte y las drogas, la proliferación de iglesias y sectas y el empequeñecimiento y volatilidad del intelectual. En la actualidad, ya no solo se piensa sino que se da la espalda al pensamiento. Lo ligtht—que como nos recuerda Vargas Llosa «quiere decir responsable y a menudo idiota»— es la religión de nuestro tiempo.
Los efectos más graves de este cambio cultural son los siguientes: la imposibilidad de distinguir una obra de arte de un mamarracho mediático, el libertinaje en el plano de las ideas, la desaparición del erotismo (el arte del sexo según el novelista), el deterioro y frivolización de la política, la confusión total entre precio y valor y la desaparición de los límites entre lo público y lo privado. Pero tal vez lo más lamentable sea la desaparición de un tipo de saberes que daban respuestas sobre el absurdo existencial de la vida,  los cuales han sido sustituidos ahora por una maraña de propuestas triviales y volubles.
Uno de los aspectos más discutibles de las ideas desarrolladas por Vargas Llosa quizás sea su opinión respecto al cine de Woody Allen y la pintura de Andy Warhol, autores de culto para muchos: «Pero, nuestra época, conforme a la inflexible presión de la cultura dominante, que privilegia el ingenio sobre inteligencia, las imágenes sobre las ideas, el humor sobre la gravedad, la banalidad sobre lo profundo y lo frívolo sobre lo serio, ya no produce creadores como Ingmar Berman, Luchino Visconti o Luis Buñuel. ¿A quién corona ícono el cine de nuestros días? A Woody Allen, que es, a un David Lean o un Orson Wells, lo que Andy Warhol a Gauguin o Van Gogh en pintura, o un Darío Fo a un Chéjov o un Ibsen en teatro».
Sus ideas pueden ser impugnables —como es el caso del concepto de cultura que maneja—, sin embargo no se les puede calificar de pesimistas o contrarias al progreso tecnológico. Son más bien, como él mismo lo confiesa, melancólicas, en tanto lamentan la pérdida de una civilización donde la lectura valía no solo por la información sino por el placer que procuraba a los lectores.
En las hermosas Reflexiones finales, MarioVargas Llosa reivindica el rol de los libros tradicionales y la responsabilidad ética de los escritores como proveedores de pensamiento crítico. Los reivindica, pero en el fondo sabe que estos ya no tienen cabida en la vida social o han sido engullidos por la voracidad de la civilización del espectáculo.

Article 14

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Shakespeare, cien años después

Hace cien años, Fernando Pessoa debutaba en la vida literaria de su país con un artículo periodístico donde anunciaba el advenimiento del “súper-Camóes”; es decir, él mismo.
Con el mencionado artículo, Pessoa saltaba de la vida oculta a la pública con cierto desenfado. Tenía entonces 24 años y muchos le reprocharon que debutara tan tarde, puesto que a esa edad Arthur Rimbaud y Lord Byron ya habían escrito lo mejor de su obra creadora. Los autores de los reproches eran los miembros de su generación, quienes lo consideraban sin ninguna duda un genio poético.
Pessoa, quien escribía desde los ocho o nuevos años, había escrito clandestinamente una obra excepcional atribuida a diversos personajes o heterónimos, seres salidos de su imaginación desbordante, casi esquizofrénica, los cuales no solo tenían vida propia sino también obra independiente.     
Este polígrafo escribía sin pausas y sobre cualquier superficie que hiciera las veces de papel. Lo hacía porque desde la niñez había adquirido la extraña conciencia de que su vida iba a  resultar demasiado corta para todo lo que tenía que decir. Pergeñaba versos, cuentos, novelas policiales, ensayos, horóscopos, artículos, obras de teatro, guías turísticas y hasta artículos sobre contabilidad en cafés, bares, parques y, sobre todo, de pie, sobre una cómoda, a altas horas de la noche y a veces con unas copas de más.
La escritura fue para él un acto excluyente y exclusivo, una religión pagana que  él seguía con pasión de fanático. Si para esto se requería sacrificar una vida familiar, convenciones sociales y comodidad económica, pues había simplemente que hacerlo. Y Pessoa lo hizo con absoluta convicción. Una vez le dijo a la única mujer que amó: «He llegado a una edad en que se está en plena posesión de facultades, en la que la inteligencia ha alcanzado su apogeo de fuerza y agilidad. Por ello, ha llegado el momento de poner en punto mi obra literaria, completando algunas cosas, reagrupando otras y escribiendo las que todavía no han sido escitas. Para realizar esta obra, necesito calma y cierto aislamiento […] Toda mi vida futura depende de que pueda hacerlo, y hacerlo enseguida […] Si me caso, será contigo, Queda por averiguar si el matrimonio, el hogar (se dé este nombre u otro), son cosas que me convienen, a mí, que consagro mi vida al pensamiento…». Fernando Pessoa estaba convencido que había venido a este mundo para servir a una causa suprema: la escritura. Y por esta razón, no dudó nunca en vivir como un anacoreta, privarse de los placeres mundanos y mirar de lejos el amor.
El artículo de Pessoa se llamaba «La nueva poesía portuguesa considerada desde el punto de vista sociológico» y se publicó en la revista A Águia. Gracias a este texto, de la noche a la mañana su nombre se hizo muy conocido en el microcosmos literario de Portugal. Su propósito era comunicar con brillantez una tesis que los lectores tomaron con estupor: que las grandes literaturas, como la inglesa y la francesa, nacen cuando las sociedades entran en una fase ascendente. Así surgen figuras como Shakespeare y Víctor Hugo. Su idea era que Portugal se encontraba precisamente en esta fase y aguardaba la llegada del poeta que desplazaría a un segundo plano a Luis de Camóes, hasta entonces la más grande figura literaria de Portugal. «Se prepara en Portugal un extraordinario renacimiento, una resurrección prodigiosa», escribió.
En realidad, lo que anunciaba el autor de los heterónimos era a él mismo: el extraño extranjero que revolucionaría la literatura mundial con su propuesta de despersonalización extrema, con lo cual en cierta forma haría añicos la idea de una obra literaria como un todo y el autor como el creador de un universo cerrado. El texto en cierta forma era extravagante y estaba escrito con un estilo hasta cierto punto denso, sin embargo era auto-profético. ¿No fue acaso Pessoa un fenómeno literario tan grande o superior a Camóes? Meses después lo corrigió y anunció que lo de “súper-Camóes” era insuficiente. Lo que  le esperaba a Portugal era el nacimiento de un nuevo Shakespeare. A estas alturas de la historia, cabe preguntarse una vez más en qué se parecen la grandeza de  Pessoa y la del autor de Hamlet.
Tras este debut periodístico —cuyo verdadero valor no reside  en haberse anunciado sutilmente como el gran poeta lusitano, sino en haber señalado las bases de una poética que en los años siguientes seguiría al pie de la letra como un iluminado—, Pessoa será muy conocido en círculos íntimos, sin embargo escribirá toda su obra en el anonimato. Los 25 mil folios que escribió fueron guardados en un baúl que llevaba a todas partes. Un centenar de años después, de allí siguen saliendo libros inclasificables y caóticos, aunque geniales. Tenía razón, vaya si tenía razón: sus 47 años fueron insuficientes para escribir todo lo que tenía que escribir.

Un rehén del tiempo

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El querido Walter Curonisy acaba de morir en Marrakech, lejos de Huanchaco, lugar donde  vivió con Elvira Roca Rey casi treinta años. Este es un homenaje apurado para alguien que vivió en el justo medio de la poesía.
El mutismo de Curonisy fue siempre voluntario. Su decisión de apartarse de todo vínculo con grupos, circuitos y sistemas literarios lo volvió en cierta forma un “ave rara” de la poesía peruana. El poeta que vivía en el otrora apacible balneario de Huanchaco con Elvira Roca Rey, se ha ido de este mundo dejándonos una poesía de hondas connotaciones místicas y filosóficas.
Hace cuatro años más o menos, Walter y Elvira se marcharon a Marruecos en busca de la paz espiritual que siempre habían buscado. Con su partida perdí a unos excelentes interlocutores literarios y, sobre todo, a unos amigos entrañables con los que podía discrepar, aunque nunca enemistarme. Yo los aprendí a querer de la misma manera con la que se quiere a la poesía: con  fe ciega y constante.
En vida, la poesía de Curonisy fue muy reconocida en ámbitos académicos y literarios, sin embargo solo  se le conocían tres breves libros: El matrimonio sagrado , Poema a Allen Gisberg  y Los locos por el cielo . Por lo demás, había ganado fama de haber sido amigo de Ginsberg cuando este visitó el Perú, así como la de ser —junto a Elvira—  un incorregible trotamundos.
Perteneciente a la generación del 60, Curonisy escribió una obra sostenida y abundante. Una muestra de ella podemos leer en Rehenes del tiempo (Ediciones ANREC, Huanchaco, 2007), un volumen que reúne once de los poemarios escritos por el autor a lo largo de cuarenta años. Su publicación fue un verdadero acontecimiento literario, pues devolvió a Curonisy al ruedo literario.
José Carlos Irigoyen calificó el trabajo de Walter Curonisy como “uno de los mayores de nuestra lírica” (“El Dominical”, El Comercio, 30 de diciembre de 2007). Ricardo González Vigil fue más allá y sostuvo que se trataba del “proyecto poético más totalizante erigido por poeta alguno de nuestra Generación del 60” (El Comercio, 13 de diciembre del 2007, c11). Lo cierto es que en ambos juicios está implícito el reconocimiento a una obra creadora original, persistente y ambiciosa. El poeta chileno Héctor Hernández Montesinos afirma que Rehenes del tiempo recoge la poesía de toda una vida y en ella concurren “una multiplicidad de registro, de voces, de máscaras que dialogan, susurran, gritan y enmudecen al mismo tiempo”.
Rehenes del tiempo es en realidad el fruto de un viejo diálogo entre la poesía y las tradiciones culturales de Oriente y Occidente. También el epígono de un choque brutal entre la moral cristiana y la búsqueda del ser interior. Cátulo, Don Quijote, Buson, Nietzche, Pessoa, el capitán Ahab y Ginsberg intercambian alegatos con el yo poético de su autor a favor y en contra de la condición humana. Con un lenguaje reflexivo, contencioso, por momentos áspero pero siempre penetrante, Curonisy poetiza el cautiverio del poeta y la poesía a manos del tiempo y su poder destructivo. En medio de esta tensión, el poeta emerge, algunas veces, desde lo simple y lo cotidiano y, otras, desde el drama, el misticismo y la filosofía para levantar un mapa sentimental que oscila entre la blasfemia, el nihilismo y el hallazgo que reconcilia a la poesía con lo trascendente.
Hoy que Walter Curonisy ha dejado la vida terrena, he vuelto a su poesía y tomado conciencia de su belleza, así como del valor de la amistad que él supo prodigar a los pocos amigos que solíamos visitarlo en el hostal Caballito de Totora. Fue a él a quién  oí hablar con pasión y energía  de Friedrich Nietzsche  y Fernando Pessoa. Eran un gran lector de poesía, como pocos. Leía y paladeaba los versos con la sabiduría de un místico y el énfasis de un actor. Supongo que cuando se marchó a Marruecos cargó con los libros de los poetas que más amaba, incluido los de César Vallejo, el poeta cuya poesía  solía defender con uñas y dientes.
Walter ha sido enterrado en Marrakech en medio de rosas rojas y blancas, como un homenaje a los colores de su querido Perú, como me dice Elvira. Ambos tenían en mente vivir a caballo entre Portugal y Perú a partir de este año, sin embargo la vida no les dio esta posibilidad. Elvira y Titania, la gatita que vivía con ellos en Marruecos, se han quedado solas, buscando la imagen del poeta por todos los rincones de la casa. Qué difícil va a ser ahora la vida si un poeta como Walter Curonisy: «Una vida invisible/ se adhiere a mi cuerpo/es una nueva piel/ para entrar a la oscuridad/ las personas de la noche son otras/comparten la común/conciencia del abismo/ al que se vuelve todas/ las noches por primera vez». Descansa en paz, querido amigo.

  



¡Devuélvanme a Montaigne!

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En esta era del e-book y la biblioteca digital, amar un libro de Montaigne puede ser un anacronismo y perderlo, una catástrofe.
 En julio del año pasado, entre los miles de libros exhibidos en las decenas destands de la Feria Internacional del Libro de Lima ubiqué la presa codiciada durante años: Ensayos completosde Michel de Montaigne editado por Cátedra, Biblioteca Avrea.
Apenas divisé el tomo de 1120 páginas, corrí como un poseso  a hojearlo. El libro era bello: papel biblia, tipografía mediana, pasta dura con el título grabado en plateado, sobrecubierta a color, un estudio preliminar, los ensayos completos, además del diario de viaje a Italia que realizó Montaigne en 1580. ¡Ese libro tenía que ser mío!
Repuesto de la sorpresa, pregunté el precio. «Vale 180 nuevos soles», me dijo la vendedora. Diablos. Disponía del dinero, aunque eso significaba dejar de comprar otros libros que codiciaba con la misma fuerza. Mientras decidía qué hacer, seguí hojeando los ensayos de Montaige. Temía, por otra parte, que si lo dejaba en el estante otra persona que dispusiera de los soles requeridos me lo iba a arrebatar sin ninguna contemplación.
Abrí y cerré el libro de marras durante varios minutos, los suficientes para percatarme de que su cubierta había sido pegada al revés. En ese descubrimiento estaba cuando  sentí que alguien me tocaba el hombro y me llamaba por mi nombre. Era una vieja conocida de Trujillo vestida como una de las vendedoras del stand. Tras los saludos de rigor, la hice partícipe del defecto del tomo. Ella lo revisó minuciosamente y comprobó que así era.
Decidido a no perderme la joya literaria que tenía entre manos, apelé al regateo. Le dije a mi amiga que un libro mal empastado no podía venderse al mismo precio que los otros ejemplares, que yo estaba dispuesto a llevármelo siempre y cuando me hiciera una rebaja significativa. A estas alturas, ella ya se había vuelto cómplice de mi codicia y decidió convencer a la responsable del stand. No le costó mucho, pues al cabo de algunos minutos yo ya era dueño del libro por el precio de 100 nuevos soles. ¡Me habían rebajado 80! Esa rebaja incluía el descuento al que mi amiga tenía derecho como vendedora.
Traje la joya a Trujillo y decidí postergar su lectura hasta que dispusiera de mayores comodidades para hacerlo, unas vacaciones cortas por ejemplo. Pero como estas nunca llegaban, el tomo permaneció largos meses en mi mesa de noche viendo cómo yo engullía ensayos y novelas de menor extensión. Un día de junio decidí, sin embargo, que si no acometía su lectura en ese momento nunca más lo iba a  hacer. Así que lo tomé de su lugar de reposo, lo metí en  mi maletín de cuero y me fui a clases, dispuesto a meterle diente en mis horas libres.
Antes de ingresar al aula de Literatura saqué el libro de su escondite y me entretuve leyendo el comienzo de su estudio preliminar en el taxi que me conducía. Pero ya eran los ocho de la mañana y me vi obligado a dejar su lectura para ir al salón. Ingresé a este con el maletín en una de las manos y en la otra el grueso volumen de sabiduría. Luego dejé ambos en el escritorio y me entretuve hablando de James Joyce, su novela Ulises y el Bloomsday.
Finalizada la clase, tomé el maletín y me marché a mi oficina con un grupo de alumnos. Aparentemente nadie quedaba en el salón. Treinta minutos después, me di cuenta que había dejado el tomo en el escritorio. Corrí como un loco hasta el salón y no encontré a nadie. La puerta estaba cerrada y la profesora que me había relevado se hallaba en otro lugar. Fui en su busca y le pregunté por la joya literaria. Su respuesta fue corta y contundente: ella no sabía nada de un libro de un tal señor Montaigne. ¿Qué había pasado en esos diez minutos que mediaban entre mi partida y la llegada de la profesora? ¿Qué uñas ilustradas habían osado clavar sus filamentos en los ensayos del maestro francés? ¡Malditos! Alguien tenía mi libro y era necesario encontrarlo para que me lo devolviera. ¡Tanta vaina por un libro, cómprate un kindle!, me recomendó un imbécil.
Al principio creí que se trataba de una broma de mal gusto o que alguien lo había tomado sin mi consentimiento y que presa de los remordimientos me lo iba a devolver. De distraído pasé a ingenuo y de ingenuo a víctima. Todo indica que alguien —probablemente uno de los que me había estado escuchando hablar de James Joyce— me lo había birlado. Puse un aviso en Facebook, indagué entre el personal de limpieza y mis alumnos, realicé investigaciones a lo Holmes, pero nada de nada. El Montaigne empastado al revés se había esfumado con la misma rapidez con que lo había adquirido en ese stand de la Feria del Libro de Lima un día friolento de julio del 2011.

Un día sacado de la ficición

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¿Puede un pedazo de tiempo salido de la ficción volverse parte de la tradición viva de una ciudad? Existe y se celebra cada 16 de junio en Dublin en homenaje a Ulises de James Joyce.
 Es frecuente —y hasta cierto punto normal— que las historias de la vida real acaben convirtiéndose en historias literarias. Los hechos verdaderos son en este sentido la fuente nutricia del arte de la ficción. Así ocurre desde tiempos inmemoriales.
Lo infrecuente y raro es que los hechos literarios se salgan de las casillas de la imaginación para penetrar en la vida corriente. Es lo que ocurre con personajes como El Quijote, quien hace siglos abandonó el país de la fantasía para engrosar las filas de lo real.
El proceso mediante el cual lo cierto se convierte en literatura tiene que ver más con las intenciones de un escritor que con la materia misma de que están hechas las cosas. Tomemos el caso de La guerra del fin del mundo de Mario Vargas Llosa, la cual narra las batallas ciertas que libraron los yagunzos (o campesinos) y los soldados brasileños que representaban al poder terrateniente. La novela parte de un hecho verdadero, pero gracias a la desbordante imaginación de Vargas Llosa se transmuta en materia literaria.
En el proceso inverso, los acontecimientos o personajes abstractos pasan a formar parte de la vida real gracias a que se apropian —por semejanza o contradicción— con los modelos reales. El caso más común es el de El Quijote, aunque el más extraño de todos es el Blomsday, un acontecimiento originado en la novela Ulises de James Joyce que ahora forma parte del folklore y el turismo de la mítica Dublín.
En Ulises, el 16 de junio de 1904 —un homenaje de Joyce a la fecha en que conoció al gran amor de su vida: Nora Barnacle— es el día en que transcurre toda la acción de la novela. Desde 1954, los dublineses y los turistas procuran comer y cenar lo mismo que los protagonistas o recorrer cada uno de los rincones a los que llegan el inasible Bloom y el joven Stephen Dedalusese famoso día de junio.
El argumento de Ulises, si es que se puede llamar argumento a lo siguiente, es más o menos así: Stephen Dedalus sale una vieja torre donde vive con unos amigos y se dirige a dar clases a un alumno rico y luego a errar por Dublin. En su trayecto recala en la Bibloteca Nacional. Mientras tanto, Leopoldo Bloom, agente de publicidad, sale de su casa para asistir a un funeral y realizar una gestión relacionada con su trabajo. Después se dedica a vagabundear por la ciudad.
Bloom llega a un hospital de maternidad para visitar a una vecina y allí, por casualidad, conoce a Stephen Dedalus al que, con ánimo paternal, acompaña hasta el barrio de los burdeles, pues teme que le ocurra algo malo, lo que en efecto ocurre: un soldado golpea al muchacho. Bloom lo lleva a su casa donde le ofrece una taza de cacao. Y así la vida continúa. Durante todas las acciones han pasado 18 horas (desde las 8 de la mañana hasta las 2 de la madrugada) de la existencia de su protagonista.
Por moda, por cariño, por lealtad, por agradecimiento o por lo que sea, los que celebran el Bloomsday visitan lugares como laTorre Martello de Sandycove, la playa de Sandymount, Howth Head, Glasnevin y otros lugares o comen riñones fritos y gorgonzola o beben borgoña o se visten a la usanza de 1904 (o sea, reviven todo lo que existe y acontece en la novela). Bloomsdayen cierta forma ha trascendido el mero homenaje y el ritual para encarnar en parte de la vida dublinesa. Ese día se realizan también presentaciones de libros y homenaje a su autor favorito: Joyce.
No conozco de casos semejantes al Bloomsday. Ni siquiera los lisboetas que adoran a Fernando Pessoa tienen una celebración similar. Leo en algunos blogs que en España existe algo parecido con Valle-Inclán y «La noche de Max Estrella», que consiste en un recorrido nocturno por las calles   plazas, plazuelas y callejones de Madrid que pisan los personajes de su novela   Luces de Bohemia: Esperpento. En todo caso, este evento no tiene la trascendencia del afamado Bloomsday.
¿Cómo es que el episodio de una novela difícil de leer y hasta cierto punto impopular ha pasado a formar parte de la vida cotidiana de los dublineses? Esto no ha ocurrido en Perú ni con César Vallejo ni con Mario Vargas Llosa, a quienes se les suele rendir homenaje de manera menos viva e imaginativa. 

Los memes literarios

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¿Qué se necesita para afirmar una vocación literaria? ¿Una vida rica en experiencias intelectuales? ¿Libros, viajes, contactos? A veces, solo el cariño.
En la década de los 60 del siglo XX — cuando Chulucanas era poco menos que una aldea donde los vecinos despertaban con el canto de los gallos— el mundo se rendía ante los Beatles y los jóvenes engominados creían que el único camino para llegar a la felicidad era la revolución.
Un muchacho aspirante a futbolista apodado “El Galgo”, con estudios truncos y huérfano de padre, consiguió por esos años un modesto empleo de conserje en las oficinas del Banco Popular. En sus ratos libres, el joven vendía enciclopedias para incrementar sus ingresos.
El insolente jovencito sesentero creía que juntando ese doble ingreso podía convertirse en un partido atractivo para la joven morena a la que cortejaba desde hacía unos meses con hábitos de galán de película mexicana. La silvestre veinteañera era hija de una viuda que vendía comida en el mercado y la cuidaba como su joya más preciada.
La estrategia del galán rindió sus frutos más por perseverancia que por pasión, aunque es justo decir ahora que medió amor a primera vista. Al cabo de unos meses, ambos acabaron convertidos en marido y mujer. A  la madre de ella no le quedó más remedio que resignarse y confiar a ciegas en ese futbolista de circunstancia que se había fijado en la niña de sus ojos.
El galán y su bella esposa vivieron su historia haciendo de dos soledades una compañía, hasta que llegaron los hijos, uno tras otro, hasta sumar seis. Vista a la distancia, esta decisión de traer al mundo tantos críos puede parecer hoy anacrónica, sin embargo nadie en aquellos años pensaba que tener hijos era un acto irresponsable o una falta grave contra el control de la natalidad.
Con los años, el galán fue ascendido en el trabajo, dejó de vender enciclopedias y se convirtió en un respetable e ideologizado empleado bancario. Su mujer, en cambio, fue perdiendo poco a poco su esbelta y menuda figura, para mudarse a la condición de madre a tiempo completo.
¿Qué clase de educación le dio esa pareja a esos tres niños y tres niñas para convertirlos en ciudadanos respetables? En principio, la que solía dar todo familia clasemediera a sus hijos en los años 60 y 70. El Perú de este tiempo había sufrido un remezón social, pues el general Velasco acababa de liquidar a un estado semifeudal para insertar otro en una modernidad tardía.
De la madre, los niños recibieron lo que podría llamarse la educación sentimental, la marca afectiva, los memes del cariño. En realidad, ella era una señora menuda aunque valiente, chapada a la antigua pero comprensiva, y un ser humano más a favor de las causas justas que del orden rígido. En sus manos, el ex futbolista depositó la organización del hogar, que ella manejó con pasmosa discreción y abierta responsabilidad de género.
El padre, sociable y querendón, empleado típico, amante del trago y la música, socialista afectivo y buen vecino, pródigo con los humildes e ingenuo con los charlatanes de la bohemia, no había ido a la universidad ni menos pretendido un título académico. Su máximo orgullo en las lides de la juventud era una medalla de bronce y una libreta de licenciado del ejército que hablaba bien de su vocación por el deber y la honradez. Sin embargo, ese señor de austera formación intelectual, era un gran lector de periódicos, un habilidoso consultor de enciclopedias y un pintor frustrado capaz de convertir su tragedia en admiración. Si algún vínculo destaco de mi padre con la cultura es su inmenso amor por los libros, los cuales él leía mal, a medias o por retazos. En realidad, era un bibliómano.
Yo crecí, como mis hermanos, en medio del fuego cruzado de esa pareja (José Maguín y Nilda) de seres humanos comunes y, al mismo tiempo, extraordinarios. No necesité en todo caso de una vida rica en estímulos culturales ni de una gran comodidad material para llegar a la poesía, a la novela, al ensayo y al periodismo. Me bastó que ellas fueran excelentes seres humanos y que respetaran mi vocación, que no tiene nada de pragmática ni vuelve rico a quien lo practica. Fue suficiente con su cariño y su actitud de respeto ante la inteligencia y la belleza.
Lo demás lo hizo el medio, el imaginario popular, los amigos, mis hermanos y hermanas, las leyendas, las anécdotas de pueblo chico y los seres sabios como tía Alegría, quien unas veces fungía de enfermera, otra de madre sustituta y otra de consejera espiritual. Tal vez por esto nunca se casó y entregó su vida a aliviar los dolores ajenos. Ella, como mis padres, nunca supo cuánto alimentaba mi imaginación y cuánto bien le hacían a mi incipiente carrera de escritor. Lo he recordado hoy, que acabo de volver, atribulado por la pena y la melancolía, del lugar donde nací hace más de cuarenta años.

Nadie acabará con los libros

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Hace años que los profetas del futuro anuncian la muerte del libro, sin embargo este sigue más vivo que nunca y hasta se muestra como un invento que no necesita ser mejorado.
Por azar, acabo de leer de manera consecutiva cuatro libros relacionados con los libros. El primero de ellos, Metamorfosis de la lectura, de Román Gubern, estudia la evolución de los escritura en los diversos soportes que van desde las tablillas de arcilla y llegan hasta las pantallas de un computador, aunque pone particular énfasis en la invención del códice (o codex) en el siglo I d.C, ese invento genial que permitió unir por el mismo borde lateral primero pergaminos y luego papel, así como transportar la información cultural a donde uno quisiera.
El segundo, Nadie acabará con los libros, un diálogo entre Umberto Eco y Jean-Claude Carriere, es un texto de libros para lectores impenitentes. En este, Eco asume una defensa cerrada del libro frente a la amenaza que plantean las tecnologías digitales a la tradición humanista de la página escrita: «El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez se han inventado, no se puede hacer nada mejor. No se puede hacer una cuchara que sea mejor que la cuchara. El libro ha superado la prueba del tiempo. Quizá evolucionen sus componentes, quizá sus páginas dejen de ser de papel, pero seguirá siendo lo que es». El argumento del novelista italiano es devastador.
El tercero, Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? de Nicholas Carr, si bien no se ocupa estrictamente del libro como objeto o industria cultural, es un alegato científico a favor del único vehículo —la lectura— que ha permitido pensar con profundidad desde que se inventó el códice y desde que San Ambrosio en el siglo IV d.C le enseñó a San Agustín cuan maravilloso era leer sin mover los labios ni pronunciar palabra alguna. Carr desarrolla un conjunto de argumentos —basándose en rigurosos estudios de neurociencia— qué cambios está generando Internet en nuestro cerebro. Sus conclusiones son, en cierta forma, aterradoras: Internet propicia una metamorfosis neuronal cuyos efectos son una lectura rápida y distraída y, lo peor de todo, una destrucción sistemática de las capacidades que hasta hace poco fomentaba el libro tradicional: concentración, contemplación, reflexión y creatividad. Esto ocurre por dos razones fundamentales: porque el cerebro posee plasticidad y es capaz de adaptarse a cualquier circunstancia, y porque las tecnologías de la información ejercen una formidable seducción sobre los seres humanos.
La cuarta y más reciente lectura tiene que ver con el libro Los demasiados libros de Gabriel Zaid, quizás el ensayo más penetrante que se ha escrito hasta ahora sobre el presente y el futuro de los libros. Según este escritor mexicano, cada treinta segundos se publica uno, lo cual puede llevarnos a un escenario futuro en el que quizás hayan más autores que lectores. Esta realidad hipotética podría ser esgrimida también por los enemigos del libro tradicional. Zaid piensa que el libro es un superación tecnológica y que los profetas que anuncian su desaparición no saben lo que dicen cuando afirman que se trata de objetos físicos anacrónicos que ya no tiene ningún sentido almacenar en arcaicas bibliotecas públicas y privadas. Lo demuestra con una media docena de argumentos.
Los libros son los únicos que pueden ser «hojeados»: Esto no es posible en ninguno de los medios audiovisuales, ni aún en los e-books. «No hay invento moderno que supere el vistazo general y la exploración de contenido que se tiene al hojear un libro. Lo más irónico de todo es ver que las maravillas electrónicas se venden con un instructivo impreso», dice Zaid. Ningún libro, que se sepa, se vende con procedimientos que faciliten su lectura. El libro se lee al paso que marca el lector: ¿Qué quiere decir esto? Que un lector puede avanzar, volverse atrás o detenerse sin violentar la naturaleza de su lectura, lo que no sucede con un CD o un e-book, por ejemplo, que se vuelven ilegibles cuando su velocidad es alterada. Los libros se leen directamente: Es decir, que no necesitan de aparatos intermediarios cuya función es volver legible la señal que envían. Frente a ellos, al lector le basta con posar sus ojos sobre las páginas y el mensaje llega directo. Los libros no requieren cita: Puesto que, a diferencia de la televisión o el chat,  no exigen al lector estar disponible a cierta hora. El libro más bien se somete a la agenda del lector. Va o viene donde esté él esté.  Los libros son baratos: «La televisión  y la prensa son tan caras que ni siquiera pueden vivir del público: viven de los anunciantes. El cine, la prensa, la televisión, requieren públicos de miles para ser costeables. Los libros sin anuncios ni subsidios, se pagan con unos cuantos miles de compradores. No se ha inventado nada más barato para dirigirse a tan poca gente», afirma Zaid.
Y por último: Los libros permiten mayor variedad, puesto que pueden interesar a públicos de tres mil personas (o menos, como sucede con los libros de poesía), cosa que no ocurre con la televisión que está obligada  a generar interés a cientos de millones de personas con la consiguiente monotonía y repetición de sus contenidos. ¿Qué piensa usted lector?

Los 50 de La ciudad y los perros

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La opera prima de Mario Vargas Llosa cumple 50 y la opinión es unánime: se trata de una obra maestra escrita por un joven de 27 años.
 El 2013, La ciudad y los perros, la opera prima de Mario Vargas Llosa, cumplirá cincuenta años de publicada. Con este motivo, La Real Academia  Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española han preparado la edición conmemorativa del libro, la cual acaba de aparecer en un formato elegante y acompañada de penetrantes ensayos sobre su trascendencia literaria.
Cuando se ha tratado de señalar el punto de partida del boom de la novela latinoamericana, la mayor parte los críticos coinciden en que la obra de Vargas Llosa es el partidor, es decir, el punto que divide las aguas entre la vieja y la nueva narrativa. Sin embrago, es justo hacer algunas precisiones, como dice Javier Cercas.
En 1963, año en que aparece, Vargas Llosa tenía 27 años y era un desconocido. Ese mismo año, Julio Cortázar publica Rayuela. Dos años antes, Ernesto Sabato y Juan Carlos Onetti habían entregado a los lectores Sobre héroes y tumbas y El astillero; y un año antes, Alejo Carpentier y Carlos Fuentes habían hecho lo mismo con El siglo de las luces y La muerte de Artemio Cruz. Cuatro años después Gabriel García Márquez irrumpiría en la escena literaria latinoamericana con Cien años de soledad.
Es decir, el entonces bisoño novelista peruano debutaba en un medio muy competitivo. ¿Pero por qué esta novela fue tan bien considerada por la crítica y su autor convertido en un referente de modernidad narrativa? Las razones son muchas, pero tal vez la más importante sea la precocidad y destreza con que Vargas Llosa manejaba las técnicas y procedimientos narrativos aprendidos de William Faulkner, Gustave Flaubert, James Joyce y Honorato de Balzac.
El joven Vargas Llosa saltaba a la palestra nada menos con novedades técnicas y, de algún modo, volvía extemporáneas las ideas que los viejos escritores hispanohablantes tenían de la novela. En el Perú, los efectos fueron en algunos casos catastróficos. Miguel Gutiérrez, afirma que el libro redujo «las innovaciones técnicas que habían hecho los narradores del 50 a inventos incipientes y de alcances muy limitados».
Pero ocurre con las grandes innovaciones, La ciudad y los perrostuvo en el momento de su debut admiradores y detractores. Los primeros, desconcertados, se rindieron a ojos cerrados a su propuesta estética; los segundos, movidos por la envidia y la ceguera, la calificaron de inverosímil, pretenciosa y superficial. Lo cierto es que la novela estaba allí, en un contexto socio-político vertiginoso y codeándose con las obras maestras de grandes novelistas. Respecto a los bruscos cambios de tiempo, espacio y narrador que exhibía el libro de Vargas Llosa, el uruguayo Mari Benedetti afirmó que a los lectores les era muy difícil entrar a la historia, sin embargo más difícil les resultaba salir de ella.
Más de treinta años después, he vuelto a leer  La ciudad y los perros y mi experiencia ha vuelto a ser esencialmente la misma, aunque no igual. Yo, por supuesto, ya no soy el lector de hace más treinta años. La novela tampoco: se ha enriquecido con la opinión de millones de lectores. No obstante, ese mundo esférico y autosuficiente del colegio militar Leoncio Prado me sigue seduciendo con la misma energía y placer.
¿Por qué leer La ciudad y los perros  medio siglo después de su aparición? Las respuestas, creo, son diversas, de acuerdo al tipo de lector que se aproxime a sus páginas. Para un aspirante a escritor, por ejemplo, constituirá un modelo a seguir debido a la pericia técnica desplegada; para un lector común y corriente, una fuente de gozo y conocimiento; para un lector exigente, un producto fascinante en fondo y forma; y para un escéptico, el retrato metafórico de un país desconcertante y lleno de amor-odio. Y las lecturas nunca terminarán de agotarse.
Una historia relativamente simple, de corte policial y bien contada ha resistido la prueba del tiempo y está cómodamente instalada en la mente del lector promedio, o mejor dicho, del insospechado lector promedio peruano. Pienso que por tocar temas tan universales y pulsar con tanta eficacia en la fibra íntima del drama humano, la ambigüedad moral del Jaguar, la cobardía del Esclavo, los remordimientos del Poeta y la rigidez del teniente Gamboa seguirán solicitando por muchos años más nuestra solitaria y alicaída complicidad de lectores.
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Fotografía: EFE/Kote

Para ser uno mismo

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¿Puede un joven de estos tiempos elegir una carrera universitaria sin ir contra su libertad y su amor propio?
Creo que muy pocos adolescentes o jóvenes tienen plena conciencia de lo que quieren ser y, sobre todo, muy poco valentía para afirmar una vocación temprana. La confusión a la que suele conducir el sistema educativo hace que al final de los estudios secundarios los estudiantes se encuentren más desconcertados de lo que estaban al comienzo. ¿Qué profesión voy a seguir? ¿La carrera que elegiré se corresponde con las habilidades que poseo?, son las preguntas clave.
Las exigencias del mercado laboral, la presión de los padres, el estatus social y económico y la falta de claridad respecto a sus propias capacidades conduce a los chicos a una elección equivocada. Lo sé porque enseño el curso introductorio de una carrera y las experiencias que conozco son repetitivas: unos huyen de las matemáticas, otros estudian porque quieren superarse y otros más porque no hay más remedio. Claro que también están los que aciertan, pero siempre son minoría.
Si en la elección de una carrera los estudiantes se equivocan, esto no tiene a la larga mayores efectos, puesto que el promedio de edad en la que ingresan a la Universidad es 16 años; es decir, tienen tiempo suficiente para elegir otra alternativa o ensayar sobre la marcha con qué profesión van a ganarse la vida.
Por razones personales, a mí me llama la atención el caso de los estudiantes que aman un quehacer y no son capaces de defenderlo. Es fatal, por ejemplo, querer ser un periodista y tener en tu contra a todos los miembros de la familia, quienes piensan que este oficio es una candidatura a la pobreza. O los que aman en secreto a la literatura, pero temen que sus padres los despojen de la ayuda económica para estudiar si les confiesan su verdadera vocación. El libre mercado, por otro parte, nos bombardea con la idea de que necesitamos más técnicos que humanistas; es decir, más gente que produzca dinero antes que ideas. ¿Acaso no son las ideas las que han cambiado el mundo?
Es penoso ver cómo las vocaciones y el amor por el arte y las humanidades van desvaneciéndose por cobardía o por temor al que dirán. Los jóvenes deberían saber que lo más importante es la felicidad y el placer con que uno realiza las cosas. Sin embargo, la sociedad consumista no tolera que alguien trabaje para satisfacer sus propias necesidades y deje de lado las del mercado. El cerebro de los jóvenes sufre ahora un proceso de adaptación cultural y biológico para responder a las demandas de sus empleadores. La meta de hoy es llegar a ser un profesional productivo, no importa si en ese camino uno llega a ser un perfecto ignorante o un incapaz social.
Yo no soy un caso ejemplar, pero al menos he procurado conservar mi pasión por la lectura y la escritura. Cuando era joven me avergonzaba en cierta forma decirle a los demás que yo era o quería ser escritor. Además de mi propia inhibición social, temía que mis compañeros de clase y mis amigos de barrio ―o quién fuera― hiciera mofa de mí por haber elegido una profesión que no era una profesión o un quehacer que no era un quehacer. ¿Qué diablos es escribir? ¿Cómo explicarles a los demás que escribir poemas, cuentos, novelas o artículos para periódicos no es una actividad exótica o un pasatiempo para haraganes?
Ahora que los demás siguen creyendo que el escritor es un ciudadano de segunda categoría, ya no me avergüenzo de decir que soy un escritor. Total, a quién le importa que escriba lo que escribo o que lea lo que leo. La literatura es un placer púdico, un acto intimista, un despojo sistemático de los dolores y las alegrías más insondables de nuestras vidas. Soy un escritor, lo sé, y de algún modo me siento un ser descolocado en un mundo donde no reinan precisamente las lealtades y el respeto por lo que uno ama.
Una vocación se defiende con uñas y dientes; se ama con fervor en privado y en público; se cultiva con libertad y con gozo en cualquier circunstancia. No importa si el éxito no llega y no nos volvemos ricos. Además, el mundo no está necesariamente gobernado por los mejores. Que los demás piensen lo contrario no significa que tengan la razón. Una profesión verdadera es la que uno practica sin dolor y sin sentirla como una carga o como un trabajo que hay que desempeñar para obtener el dinero necesario. Lo resume mejor Juan Goytisolo en una frase: «Nunca he escrito para ganarme la vida, sino que me he ganado la vida para poder escribir».

La dictadura de la claridad

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Es muy hermoso escribir para la posteridad, pero carecer de ella convierte a un escritor en un ser impune, dice Víctor Hurtado Oviedo, uno de los columnistas más brillantes que ha dado el Perú.
Víctor Hurtado es uno de esos periodistas que a mí me hubiera gustado ser; o mejor dicho, uno de esos periodistas que escriben como a mí me hubiera gustado escribir: prosa diáfana,  párrafos cargados más de ideas que de frases y uso mínimo de palabras para un máximo de contenidos.  A esto hay que agregar una ironía punzante y un culto sagrado por el lenguaje literario.
Son muy raros los periodistas de este tipo. Por lo general, se trata de personas que no han estudiado el oficio y llegan a este porque lo consideran una extensión de la literatura, a la que rinden tributo bajo la línea de muerte del apuro. «La crónica es literatura bajo presión», ha escrito Juan Villoro, cosa que ya sabía Hurtado desde antes de que la onda del nuevo periodismo se afincara en Latinoamérica.
En los años 80 -los del alanismo torpe y el senderismo ciego- este periodista se ganaba la vida como corrector de textos y el odio como provocador ideológico. En un intento de conciliar a perro, pericote y gato creó el hayismo-leninismo; es decir,mezcló el pensamiento del joven Raúl Haya de la Torre de El antiimperialismo y el Apra con el del pensamiento totémico del Lenin de El Estado y la revolución.  Al final, Hurtado terminó en el exilio voluntario y el hayismo-leninismo en el invernadero.
De aquella época aciaga del Perú data mi admiración por la prosa Víctor Hurtado. Los intelectuales anómalos de este tipo se cobijan siempre en el diarismo de opinión, donde brillan con luz propia escribiendo columnas y artículos que luego los archivistas e historiadores salvan de la burbuja del olvido. Este autor publicaba regularmente sus trabajos en diarios y revistas que yo leía con pasión. Más tarde, reunió sus trabajos en un volumen: Pago de letras (1998 y 2004), que tengo entre mis libros más estimados.
Son los seguidores de la dictadura de la claridad, los hijos extramatrimoniales de la corrección, los salmones que marchan a contracorriente. Como Francisco Umbral («Soy una bestia de carga de la literatura”), como César Hildebrandt («Escribir desde las vísceras humeantes, desde el dolor, desde el pesimismo como una estética de la vida»), como Manuel Vicent, como Héctor Abad Faciolince, Hurtado es un cultor de la elegancia que hiere y el verbo que disimula muy bien los golpes que lanza. Pero, sobre todo, es un cultor de la lectura y la palabra bien escrita.  «El ensueño de mis ensueños es un prosa de aluminio», dice en el prólogo. Mucho me temo, ahora que la improvisación y el descuido campean en las salas de redacción,  que sus aspiraciones han llegado a ser solo un noble anacronismo.
Hurtado se acostó escribiendo en máquinas Remingtony se levantó pulsando  teclados volátiles de computadoras. Es, formalmente, un periodista que ha optado por una vieja costumbre: escribir como los dioses. Es de esos que consideran que su primer gran deber como columnista no es decir la verdad, sino escribir bien para poder decir la verdad. Y la verdad está, según su criterio, en todos lados: en los libros, en el bolero, en la salsa, en  la política, en la historia, en la filosofía, en la vida corriente, que tales son los temas recurrentes de los que se ocupa con gran maestría.
¿Por qué son tan  brillantes los escritos de periodistas como Víctor Hurtado? Supongo, en primer lugar, que por su ferviente deseo de ser legibles; es decir, por su incorruptible vocación de hacerles más llevadera la vida a los lectores antes que complicársela con la oscuridad hueca y barroca de los que emplean cientos de palabras para lograr cero en contenidos. Y, en segundo lugar, porque lo que dicen lo dicen con la expresividad de lo poético, lo figurado, lo que es y no es al mismo tiempo.
En su reciente libro, Otras disquisiciones(2012), reúne artículos, columnas y ensayos publicados desde 1996. Quienes no lo han leído, tienen ahora la oportunidad de encontrarse con este ejemplo de austeridad idiomática, claridad expositiva y profundidad. Se trata sin duda de un tipo de periodismo que ya nadie practica y que para poder existir tiene que mendigar espacios en la prensa moribunda o hacerse un lugar entre la espesura del ciberespacio en blogs y diarios electrónicos. Prosistas como este probablemente no tengan lectores. Y si los tienen, son todos fervorosos y los tratan como a autores de culto. ¿Quién, díganme, hace ahora un hueco en su apresurada vida para disfrutar de esta prosa alambicada que hurga en la piel de los sueños con el mismo cuidado con que un poeta intenta atrapar las pompas de la belleza mediante una miserable pinza de metal?



El hábito no hace al monje

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En literatura, las apariencias engañan. Un escritor no es el tipo que todos imaginan bohemio y desordenado, sino alguien que se gana a pulso su amor por la belleza.
La expresión «El hábito no hace al monje» significa que la apariencia de una persona no define su condición o ser. En el caso del monje, él es monje por su fe, por su obra, por su conducta y no por lo que proyectan las ropas que viste.
Análogamente, un escritor no representa lo que parece. Un prejuicio social muy arraigado lo considera un ser irresponsable, indisciplinado, desordenado, bohemio en el peor sentido de la palabra y un haragán que escribe y lee mientras los demás se rompen el lomo para vivir. Pero, ¿un escritor es realmente así?
Yo estoy convencido que el oficio de escritor, poeta, novelista o como quieran llamarlo no tiene nada de especial en el sentido que no corresponde ni al mito del outsider ni a la leyenda del ser especial que escribe asistido por la musas. Más bien es una tarea ardua que exige varios requisitos.
Primero. Un escritor tiene que graduarse como lector. ¿Qué quiero decir con esto? Yo creo, como muchos otros autores, que la lectura es como la antesala de la habitación principal: la escritura. La primera, creo, condiciona la existencia de la segunda. No hay, por esta razón, un narrador o poeta que no se considere ante todo un lector. Un escritor que se precie de serlo debe haber leído cientos, miles de libros, así como un cineasta verdadero tiene que haber visto cientos, miles de películas; o un músico haber oído cientos, miles de melodías; o un pintor haber visto cientos, miles de cuadro en museos y exposiciones. Solo después, de esta experiencia fatigante y purificadora puede dedicarse a escribir.
Segundo. Un escritor debe dominar la lengua que habla. Quien quiere ser poeta o narrador y no conoce el español es mejor que no intente la aventura de escribir. Es como un zapatero que no sabe clavar, un pintor que no conoce los colores básicos, un albañil incapaz de levantar una pared o un futbolista que no sabe cómo patear un balón. No se aprende a redactar bien de la noche a la mañana; también debe aprender, casi al mismo tiempo, a pensar, leer y conocer gramática.
Tercero. Un escritor es un ciudadano responsable, aunque sea pobre. Los escritores también pagan impuestos, recibos de luz, agua y teléfono y, sobre todo, crían hijos, a los que tienen que alimentar y estimular para que sean ciudadanos respetables. Son muy pocos los que pueden vivir exclusivamente de la escritura y venta de sus libros. Los que lo hacen, han llegado a una situación de privilegio, caso Mario Vargas Llosa y otros más. Los que no llegan al estatus de exitosos; es decir la mayoría, les queda la esquizofrenia de vivir con un pie en un trabajo alimentista y con el otro en su verdadera vocación.
Cuarto. Un escritor no debe tener miedo al fracaso. Su primer gran deber es ser fiel a sí mismo y escribir bien. Es penoso ver cómo la vocación por la literatura y el amor se va desvaneciendo por cobardía o por temor al que dirán. Los jóvenes deberían saber que lo más importante es la felicidad y el placer con que uno realiza las cosas.
Una vocación se defiende con uñas y dientes; se ama con fervor en privado y en público; se cultiva con libertad y con gozo en cualquier circunstancia. «Nunca he escrito para ganarme la vida, sino que me he ganado la vida para poder escribir», dice Juan Goytisolo
Quinto. Un escritor debe un soñador, un profesional de la utopía, un viajero mental a tiempo completo. El amor, dice Saint-Jhon Perse se alimenta desde sus imposibles, en tanto persigue metas que nunca podrá alcanzar. La literatura es una de esas metas que siempre se escurre entre las manos. Lo hermoso en este caso es no llegar nunca a la perfección. La literatura es, como dice Borges, una revelación que nunca se produce. En este sentido, se trata de una aspiración, de un ideal, de una búsqueda incesante.
Y sexto. Ser escritor es una manera placentera de ser feliz. Al diablo con las viejas ideas de que hay que sufrir como Vallejo para escribir bien o ser un borracho como Bryce para ganar fama. Ni lo uno ni lo otro. Nadie puede escribir con el estómago vacío, ni menos crear una obra maestra bajo el influjo del vino o la cerveza. Se necesita ser uno mismo para conquistar la belleza. Un escritor no escogería el camino de la literatura si no sintiera un profundo gozo cuando persigue la belleza. Entonces, el hábito no hace al escritor sino su fe ciega en un quehacer al que se dedica por el puro placer de la creación y la libertad.



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