El problema de los lectores modernos es cómo almacenar los libros que compran y leen. Una manera es purgar cotidianamente los estantes con el consiguiente dolor; y otra, adaptarse a los libros digitales con las consecuencias del caso.
Podemos comprar y leer todos los libros que quisiéramos: la vida no nos alcanzaría, y el dinero ―salvo que seamos ricos― tampoco. De manera que estamos condenados solo a leer y poseer ―es un modo de decirlo― una minúscula parte del conocimiento.
Ya se sabe que los libros se guardan en los estantes de una biblioteca (o en un dispositivo electrónico, según sea el caso) por dos razones: para poseerlos y leerlos, o únicamente para poseerlos. Mi caso es el de una bibliofilia que he llevado a duras penas y que cada cierto tiempo me he visto forzado a revisar.
Los profetas anti-libros sostienen que estos son objetos con fines anacrónicos que ya no tiene ningún sentido guardar en los estantes. No es que no tenga ningún sentido guardarlos, sino que el hombre contemporáneo no tiene espacio y dinero suficientes para hacerlo. Un libro es cosa que uno debe cuidar del clima, de los robos, de la incuria del tiempo y de la torpeza de la ignorancia.
Si es cierto que cada treinta segundos se publica un libro, los que posemos una biblioteca estamos casi obligados a realizar cada cierto tiempo una purga; es decir, a «limpiar, purificar algo, quitándole lo innecesario, inconveniente o superfluo» (diccionario de la RAE) para así dejar en los estantes, por un lado, los espacios libres que necesitan los nuevos y, por otro, para agenciarnos de un parte del dinero que necesitamos para que esos nuevos ocupen el lugar que les corresponde. En otros casos, queda el camino de la donación, pero esta noble actitud nos deja a veces descolocados, pues uno no sabe a ciencia cierta si es que alguien sacará verdadero provecho de un libro donado, al que se suele mirar muchas veces con compasión y extrañeza. Las donaciones ni la piratería no hacen más o menos culta a una sociedad.
¿No se acabaría el problema de espacio y dinero con los dispositivos digitales capaces de almacenar bibliotecas enteras? Gabriel Zaid piensa que el libro convencional es una superación tecnológica frente al libro electrónico en varios sentidos: son los únicos que pueden ser «hojeados», se leen al paso que marca el lector, se leen directamente, no requieren cita ni horarios, no son caros y permiten mayor variedad. A mí me convencen estor argumentos, de manera que creo todavía en su necesidad.
Hasta ahora he realizado cuatro purgas en mi estantería: en las dos primeras doné a una biblioteca pública y a unos amigos cientos de libros, algunos de los cuales volví a ver en mis incursiones en las librerías de viejo; y en las otras dos, me vi forzado a vender a un precio muy por debajo del original un par de cientos de libros a un librero que sí conocía de verdad lo que tenía entre manos. Con estas purificaciones bibliográficas obtuve, por supuesto, el espacio indispensable pero no el dinero suficiente para adquirir lo que me interesa. En todo caso, el ritmo con el que salen los libros de mis estantes no es el mismo con el que ingresan. Si fuera al revés, Dios me libre.
¿Y cómo seleccionar los libros, cómo saber donde está lo innecesario, lo superfluo, lo inconveniente? Resulta fácil si tenemos libros repetidos o ejemplares sueltos y al mismo tiempo la obra completa de un autor. O libros de una ideología que ya no cultivamos o un tema que se nos antoja necio. O ejemplares que nunca leeremos porque están muy alejados de nuestros horizontes. En realidad, la selección que hagamos dependerá siempre del cuidado que pongamos en hacernos el menor daño posible como lectores.
Pero lo más interesante en mi caso no fue la purga de los libros físicos, sino la limpieza y purificación que hice en mi mente de lector. Esta operó como una guillotina para cortar lo que sobraba. Lo que hace en verdad un lector-seleccionador es quemar etapas, decirle adiós a ciertas ideas y enfoques, abandonar viejas ideas y remplazarlas por unas nuevas, tomar conciencia de que los gustos y placeres son cambiantes; en fin, asumir que nosotros los de entonces ya no somos los mismos, como dice Pablo Neruda. De cualquier manera, debo confesar que desprenderme de los libros que he cargado conmigo por años es un proceso doloroso, aunque inevitable.