Antes, a la condición de escritor se llegaba a punto de esfuerzo y vocación; ahora, cualquiera con algo de fama y temeridad, puede ser autor de libros exitosos. No hay duda de que el mercado obra milagros.
Un escritor es alguien a quien le importa en primer lugar escribir. Y para hacerlo, se prepara emocional y técnicamente. Lo primero, porque se trata de una actividad (¿profesión, modo de vida, oficio?) en la que pone en riesgo toda su existencia a cambio de nada; y lo segundo, porque para llegar al fondo de la experiencia estética tiene que hacerlo a través de una lengua y de ciertas estrategias comunicativas, las cuales debe dominar casi a la perfección.
Para que alguien sea considerado escritor no debe necesariamente haber publicado algo (hay muchos escritores geniales que murieron inéditos) o vivir de lo que escribe (la mayor parte de los hombres de letras tienen oficios afines o alimentistas). Lo que sí es casi una imposición es que haga de la literatura un modus vivendi, que lea, que supere los escollos que le impiden escribir, que se la pase intentando una y otra vez la obra “perfecta”. Este proceso implica, por supuesto, sangre sudor y lágrimas.
Nadie llega a ser escritor porque lo certifica un documento, lo garantiza el tiempo empleado o lo declara una autoridad competente. Se es escritor por actitud, por arrojo, por libre elección, por cariño y por necesidad. La gente reconoce a los escritores, más allá de los clichés y las leyendas, por su entrega, persistencia y vocación. En este sentido, una obra literaria es la culminación de un esfuerzo personal en la que se ha empleado mucha energía y amor propio. La condición de escritor no es de ninguna manera un regalo de los dioses o el mercado. Se llega a ser un creador literario no porque lo quieran otros, sino porque alguien está convencido de que quiere serlo.
Pero de un tiempo a esta parte, el mercado parece ser el gran hacedor de escritores. Resulta que ahora cualquiera puede serlo siempre que sea famoso, dicte a unos escribidores pasajes interesantes de su vida y esté acompañado de una gran promoción editorial. Pedro Suárez Vértiz, Gianmarco, Gisela Valcárcel y otros son llamados “escritores” por la prensa. Es más, el segundo le desea suerte al primero como “escritor”, como si se tratara solo de eso: de suerte. Lo que ha hecho el marketing es reducir el concepto de escritor a su acepción más simple y seca: autor de obras escritas o impresas. Y eso es lo que tenemos por doquier: autores de obras escritas o impresas que cuentan sus avatares “artísticos”, saturan las librerías, venden como mercachifles y proyectan una falsa imagen de la literatura.
Algunos lectores tal vez piensen que detrás de estas palabras hay resentimiento o envidia. Nada de esto. Todo ser humano tiene el derecho de escribir y publicar lo que quiera; lo que tiene derecho es a confundir a los lectores y ayudar a configurar un gusto en el que libros verdaderamente trascendentes son proscritos, o promover la idea, con su silencio o beneplácito, de que a la condición de escritor se llega también con algo de escándalo y fama. Por este motivo, las librerías tienen los libros que tienen, las ferias de libros venden lo que venden y la literatura peruana tiene los escritores que tiene. No está mal que también ellos “escriban” libros; lo que está mal es que sean considerados como “literatura” y sus autores “escritores”. Es como afirmar que Mario Poggi es psicólogo o Rolando Souza constitucionalista.