El último premio nobel, el chino Mo Yan, nos devuelve a la épica de antiguo cuño con una novela brutal e inolvidable: Las baladas del ajo, de reciente aparición en español.
La novela contemporánea ha marcado un rumbo en el que las historias que tienen como protagonistas a las revueltas sociales, las gestas colectivas y las revoluciones campesinas y obreras son proscritas del canon o tipificadas como anacrónicas.
Los autores y lectores de estos tiempos prefieren las narraciones cortas, localizadas en ambientes urbanos y con protagonistas que padecen conflictos individuales salpicados con grandes dosis de sexo y violencia. Son los tiempos de las novelas breves, los libros de autoayuda y las sagas góticas en los que el entretenimiento, en algunos casos, vale más que la trascendencia.
La épica sigue existiendo, pero ha perdido fuerza y sobrevive a duras penas. Son raros los novelistas de hoy que desarrollan historias donde lo colectivo ocupa el rol central. Después de novelas como Redoble por Rancas de Manuel Scorza y La guerra del fin del mundo de Mario Vargas Llosa, la literatura mundial, con escasas excepciones, ha transitado preferentemente por el camino inverso: el descubrimiento del individuo y su existencia agónica como centros de gravedad de las historias.
Uno de los escritores que continúa el camino de la épica a la antigua usanza es el chino Mo Yan, último Premio Nobel de Literatura. Su novela Las baladas del ajo es en cierta forma un homenaje tardío a la novelística de William Faulkner y los patriarcas del boom latinoamericano. Los ecos de Yoknapatawpha Countyy el bíblico de Macondo resuenan sutilmente en sus páginas.
Con los pelos de punta y la piel de gallina, los lectores leemos la historia de unos granjeros chinos que deciden cultivar ajo por presión del gobierno comunista. Para venderlo, ellos tienen que caminar grandes distancias y pagar coimas e impuestos que exasperan sus ánimos hasta empujarlos a una sublevación que es aplastada a sangre y fuego. Como en las grandes historias épicas, la violencia social y estructural está amalgamada con microhistorias de amor, lealtad y ternura, como la que protagonizan Gao Ma y Jinju. Él es un joven licenciado del ejército desencantado de los dicterios de las autoridades y ella una víctima de la mentalidad feudal china que consideran a la mujer poco menos que una cosa.
La sublevación en condado Paraíso es contada desde dos puntos de vista. La de un narrador omnisciente que cede su lugar cada cierto tiempo a diversos narradores protagonistas y testigos; y la de un rapsoda ciego, Zhang Kou, quien a través de unas baladas cargadas de ironía y reclamo se erige como la voz de una conciencia colectiva que preserva los acontecimientos para las generaciones futuras. La narración de Zhang Kou está estructurada a manera de viñetas antes de cada capítulo.
Es admirable la forma en que Mo Yan ha asimilado las técnicas del autor de Las palmeras salvajes. Su narración se arma como un rompecabezas, pero sin llegar al extremismo de su maestro. Esa ruptura espacio-temporal desconcierta por momentos al lector, pues gracias a esta destreza narrativa los personajes muertos reaparecen o los vivos se proyectan en el tiempo en que ya no estarán. En realidad, lo que consigue Mo Yan con esa habilidad técnica es intensificar las expectativas del lector y, con esto, capturarlo hasta el final.
Del realismo mágico, Mo Yan probablemente ha tomado esa vocación por contar las cosas extrañas con naturalidad y las normales con lirismo y brutalidad: Gao Ma, tras descubrir el cadáver de su amada, decapita a decenas de periquitos multicolores; el olor podrido del ajo invade todos los recintos y en todo momento la vida de los habitantes del condado Paraíso; los personajes beben su orina o comen sus vómitos si es necesario salvar sus vidas; los hombres y mujeres sufren, pero soportan el dolor ―elevado a la mil potencia― gracias a su fe en los sueños, la libertad y el amor.
«Cruda, brillante, inolvidable…», ha dicho un diario norteamericano sobre esta novela. Y no deja de tener razón.