¿Por qué y para qué se escribe? ¿Para ganar dinero o para satisfacer un conjunto de necesidades íntimas que tienen que ver más con el ser que con el parecer?
Se escribe no ficción para satisfacer la necesidad informativa de los individuos. Y ficción, según la novelista Eugenio Rico, para colmar los sueños de las sociedades. Al parecer, la mente humana no puede soportar la realidad sin los sueños, y los encargados de que esto no ocurra son precisamente los escritores.
¿Pero qué hay de los escritores? Está claro que la forma más terrible de matar a un hombre es no dejarlo soñar, ¿pero qué ganan quienes escriben fábulas, cuentos, novelas, obras de teatro y poesías? ¿Cuál es el milagro, recompensa, justificación o ideal por el que vale la pena hacer de las noches días o apartarse hasta cierto punto de la rutina del mundo?
Hay que recordar a los aspirantes a escritores que este oficio es penoso y mal pagado, salvo cuando llegan los famosos
quince minutos de gloria a los que se refería Andy Warhol. En el mundo hay miles de escritores profesionales y otros miles más aguardando convertirse en uno de estos, sin embargo muy pocos entran por la puerta grande la historia. A otros el éxito les llegará post mortem. A la gran mayoría, en cambio, le está reservada la realidad descrita por Jean Rhys: «Too Little too late» (en español peruano: muy poquito y muy tarde).
Es verdad que existen quienes conocen la gloria estando vivos, pero esta es una situación de privilegio en la que intervienen una serie de factores, entre otras cosas estar en el tiempo y lugar correctos cuando el inconsciente colectivo se conecta con tu obra. Pero de ahí a pensar que se puede obtener dinero fácil escribiendo, hay una gran distancia. Si alguien pretende hacer fortuna con la literatura, dice la Rico, «sería más recomendable escribir libros de cocina, manuales de autoayuda o simplemente no escribir». Rainer Maria Rilke ha sido más enfático: «Las obras de arte nacen siempre de quien ha afrontado el peligro, de quien ha ido hasta el extremo de la experiencia, hasta el punto que ningún humano puede rebasar. Cuanto más se ve, más propia, más personal, más única se hace una vida». Franz Kafka, Edgar Allan Poe, Herman Melville, Fernando Pessoa, César Vallejo, Miguel de Cervantes Saavedra, Robert Walser o Martín Adán no tuvieron nunca un cuarto de hora de celebridad; es más, algunos de ellos fueron antisociales y vivieron un proceso de autodestrucción que los volvió invisibles para la gran mayoría de lectores. Charles Dickens, Leon Tolstoi, Gabriel García Márquez o Mario Vargas Llosa son la cara opuesta. A ellos, la fama, como quería Pasteur, los sorprendió o ha sorprendido mientras trabajaban. Su recompensa, en algunos casos, ha sido alcanzar el máximo galardón impuesto por el canon literario: el Nobel.
¿Entonces qué clase de satisfacción brinda la literatura? Según mi punto de vista, hay una condición natural: suministrar mundos imaginarios a los lectores. Y varios placeres. El más importante de todos quizás sea leer; o mejor, releer. Un escritor escribe porque en esencia es un lector; es decir, alguien que vive dos veces, puesto que aprende de los que otros experimentan y aspiran. Leer es el acto de seducción por antonomasia y el escritor que no sucumbe a su hechizo está renunciando a su propia condición de creador de ficciones.
Otro placer reside en el hecho de que una ficción (o un texto de ficción) es el punto de encuentro entre dos cómplices: el lector y el hacedor de historias. Ambos celebran un contrato tácito, una ceremonia íntima en la que, por un lado, el lector se compromete a vivir lo imaginado como si fuera real y, por otro, el lector garantiza que su historia, aunque no sea perfecta, tiene como objetivo encantar con recurso verosímiles a quien busca escapar de la monotonía de la realidad.
Satisfacer la necesidad de soñar, leer y estimular la complicidad del lector son razones muy importantes, pero carecen de sentido si falta un acto voluntario y gratuito: escribir por convicción, por necesidad, por fe. Rainer Maria Rilke aconseja escribir únicamente si esta es la única forma posible de que estemos en el mundo. En esta elección no cuentan ambiciones, cálculos, objetivos materiales, deseos de fama y reconocimiento, sino unas ganas profundas de ser uno mismo.
El oficio de escribir ficciones es, en principio, un acto de arrojo que con el tiempo se pule, se organiza y se estudia. Está motivado por la necesidad de llenar el imaginario de las sociedades y por un estado existencial interior: expresar los sentimientos. Hacerlo mal o bien depende de cuánto sacrificio esté uno dispuesto a asumir. Esto, desde luego, no se contradice con el éxito, un factor externo producto muchas veces del azar y de la manera con que un escritor mueve las fichas de en el gran tablero del mundo mediático.
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Ilustración: Rainer María Rilke, el autor de Cartas a un joven poeta.