Escribir: causas y azares
¿Por qué se escriben libros? ¿Por vanidad? ¿Por necesidad? ¿Por dejar un testimonio sobre nuestro paso por la tierra, como quiere el proverbio árabe? ¿O por todas estas cosas a la vez? Mi respuesta sería que por todas estas motivaciones a la vez.
En realidad, se escribe por las mismas razones por las que se lee: uno siempre quiere leer los libros que le gustaría escribir. El Quijote es el libro que los lectores hispanohablantes nunca lo escribiremos, pero en el que nos reconocemos la mayoría. Igual sucede con Cien años de soledad: un libro que sentimos imposible, pero al mismo tiempo nuestro.
Lectura y escritura nacen de un profundo desacuerdo con del mundo y, probablemente, esta sea la causa que motiva a la mayoría de poetas y narradores a escribir. Unos quieren restablecer el orden perdido con el mundo, otros quieren desarreglarlo más y otros moverse en un equilibrio peligroso. En eso consiste el poder de las ficciones: imaginar mundos que no podríamos.
No sé si exista una sola motivación para escribir. Si fuera solo por vanidad, la literatura sería una frivolidad; si fuera solo por necesidad, sería un ejercicio de psicoanálisis; si fuera solo por dejar un rastro de nuestra vida por la tierra, sería un diario o un recurso de no ficción. Luego de años de experiencia haciendo lo mismo, creo que se escribe por necesidad y por placer.
Hace treinta y cinco años que escribo periodismo y treinta y cuatro literatura. La historia de mis libros es la historia de las respuestas a por qué escribo. Todos ellos son parte de un todo y el todo de una parte. Son también producto de una práctica que tiene que ver con mis aciertos y mis fracasos, aunque siempre con una imperiosa necesidad de expresarme a través del lenguaje. Empecé escribiendo poesía. Mi primer libro se llamó Dialogando el extravío, con el cual obtuve el primer lugar en el VI Concurso El poeta joven del Perú en 1985. Tenía entonces 22 años cuando lo escribí y publiqué. A este, le siguió en 1989 El exilio y los comunes, en el que intenté, con resultados inciertos, aunque con mucho ímpetu, alejarme de las profundidades afectivas y acercarme a una visón más épica y social de la realidad.
El tercer libro, Confesiones de la tribu, se publicó en 1992 y, como su nombre lo indica, recoge las voces cosmogónicas de una sociedad tribal (los padres, los hijos y los hijos de los hijos) que, mediante un tono sentencioso y rotundo, buscan expresar la verdad y la identidad de su porvenir a través de una serie de símbolos y significados ocultos.
Los tres libros siguientes: Teorema del navegante (2008), La unidad de los contrarios(2011) y Filosofía vulgar (2013) son unitarios y forman parte de un plan creativo en el que poesía y filosofía se hibridan de tal modo que es imposible establecer una diferencia entre las ideas filosóficas y las ideas poéticas. “La poesía es una forma de aprender a filosofar y no de aprender filosofía, decía Kant. En esta misma línea temática y estilística se encuentra Manual de sabiduría (2021), libro en el que parece acentuarse la visión escéptica, irónica y metafísica de los tres anteriores.
La historia de estos libros tiene su prehistoria: antes que los libros primero se publicaron los poemas, o lo que yo llamaba en aquella época —con cierto orgullo y soberbia—poemas. Todavía lo recuerdo nítidamente, aunque el nombre de la revista de muy mala calidad en que apareció mi primer poema se me haya olvidado. Estaba acompañado por fragmentos de una carta y de un párrafo escueto con que el editor acogía mi colaboración.
Yo no sabía que los malísimos versos que había pergeñado a mis escasos dieciséis años iban a tener la fortuna de aparecer en letras de molde. Fue mi padre el primero en descubrirlo. Compró la revista por pura casualidad en un puesto de periódico y luego fue corriendo a casa para enseñársela a la familia entera. El hombre no cabía en su pellejo. El orgullo se le escapaba a borbotones por los poros del cuerpo ¡En casa había un poeta! Qué importaba si bueno o malo, pero había un poeta.
Con el tiempo, lo que nació como una curiosidad terminó convirtiéndose en una forma de vida. Quiero decir que a mi alma ingenua y desierta de los años aurorales ingresó una especie de virus letal que nada ni nadie ha podido hasta ahora arrancar de raíz. Es, digamos, lo que algunos llaman el sentido o sentimiento poético de la vida. Eso que, cursilerías y huachaferías aparte, me volvió un ser adolorido, un tímido in fraganti, un debilucho capaz de conmoverse por todo y siempre con ganas de convertir aquello en versos, en palabras, en esas cosas que al común denominador le parecen casi siempre una cojudez.
La poesía y la literatura, en general, se mantienen en una zona especial del lenguaje, una zona de reinvención y experimentación donde se clonan los vocablos, donde alcanzan altura máxima los verbos y donde se conciben nuevos materiales para el genio lingüístico. Mientras “exista —dice Jorge Fernández Granados— un idioma y seres humanos que lo requieran para comunicarse habrá de pronto algo inquietante entre ellos, cierto estado de las palabras, al que se podrán denominar de muchas maneras pero que, en términos arcaicos, no será otra cosa que poesía”. Escribir tiene sus causas y azares, sin duda.