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El pintor de las madonas mudas

Héctor Acevedo Rojas reside más una década en Lima, pero fue aquí en Trujillo donde se formó y diseñó el derrotero de su propuesta plástica. En breve participará en la XII Bienal de Florencia, una de las más prestigiosas del mundo, en el que exhibirá un conjunto de cuadros marcados por una impronta surrealista original.

Los años de activismo pictórico de Héctor Acevedo se resumen en tres periodos evolutivos muy marcados. El primero, caracterizado por la construcción de figuras planas y esquemáticas que habitan mundos extremadamente simplificados. Es la época de personajes huanchaqueros y perros que ladran a la luna. Los colores, aprisionados en las líneas gruesas de los dibujos, se niegan a ser libres y se consumen en la rigidez de unos cuantos matices cromáticos.

En el segundo periodo, el pintor abandona esa suerte de tentativa de la reducción y se sumerge en una asombrosa búsqueda surrealista. Ya no reduce las formas a lo esencial, depura su técnica y reivindica, como quiere el surrealismo ortodoxo, el subconsciente. Los nuevos personajes (madonas sin boca, pájaros enjaulados o en vuelo) tienen volúmenes un poco más definidos, trazos más hábiles y colores más diversos.

Luego del ingreso de las madonas, las composiciones de Acevedo dieron paso a ficus frondosos cargados de ojos fisgones y hojas que rompían la ley de la gravedad. Se trataba de seres con la función de inducir al pecado, toda vez que estaban desnudos y ligados a un árbol que podía ser el del bien y el mal. Las madonas que se escondían o se confabulaban con los ficus no nos movían, sin embargo, al erotismo; eran más bien seres de sensualidad enigmática, que hablaban, o mejor dicho callaban, desde un más allá onírico. Se sabían observadas por ojos fisgones, pero no se esmeraban en explicitar la fuerza del sexo. Su función era más bien el encantamiento, la seducción calculada.

En el intervalo en el que pájaros, madonas y árboles se apropian de las telas, aparecen de improviso arcángeles que caen sin estrépito y obispos que miran sin mirar. Se trata de otro de sus momentos creativos. En éste, el fuerte componente religioso y, por momentos, anticlerical de sus trabajos nos advierte el deseo de comunicar ideas más que formas. No obstante, es el plano visual lo que tiene más importancia para él. Su primera tarea es resolver lo que ocurre en los límites espaciales y sólo después resolver lo que existe en el plano semántico.

El mundo plástico de Héctor Acevedo se ha ido enriqueciendo de manera pausada y segura. En su evolución no hay cambios bruscos ni sorpresas mayúsculas. Hay como una línea de continuidad cada vez más rica y compleja. Acevedo no se repite nunca. Es un exiliado de su propia conciencia, un fugitivo de sí mismo. Las figuras toscas de los primeros tiempos son ahora mujeres pintadas con trazos más exquisitos, en tanto los árboles difuminados de su periodo intermedio se han trocado pequeños universos de donde emergen casas, iglesias, ventanas, seres amorfos y ojos escudriñadores y ventanas. Por momentos, reaparecen canes y pájaros, aunque al servicio de conceptos más acordes con el surrealismo que practica.

A menudo las presencias femeninas desaparecen de sus cuadros y dejan que los árboles arraiguen en la imaginación de los espectadores. Estos están todo el tiempo en sus telas y son factores generadores de enigmas, vida y tiempo. ¿Qué extraños significados esconden? ¿Son fuente de vida únicamente? ¿O se trata de seres asociados a los juegos de la primera infancia del pintor?

En su tercer periodo creativo ―el actual― reaparecen algunos de los elementos de su segundo periodo creativo y se instalan otros, quizás más personales, producto de una paternidad tardía y al mismo tiempo fascinante: los barcos de papel, los caballitos de palo, el mar, los peces. Entre todo este decorado destacan los autorretratos sin boca, tal vez con la idea de acentuar el silencio de un creador que huye de sus propios misterios. La riqueza cromática es la misma, los escenarios son parecidos, pero lo técnica es, sin duda, perfecta. Se podría decir que Acevedo es no es dueño de su conciencia, aunque sí d la técnica con que maneja el pincel y la paleta.

Los cuadros de Acevedo tienen nobleza en su construcción. Tras las veladuras, los difuminados, los fondos oscuros y los planos carmines, bermellones y ultramarinos se agazapa un afecto tan fuerte como los pigmentos del óleo; quiero decir, sus cuadros rezuman experiencia vital, profundidad, estados de conciencia. Fondo y forman dialogan a una misma altura, con la misma velocidad y con la misma destreza. No hay divorcio entre lo que siente y lo que hace, entre lo que piensa y lo que ejecuta. Su universo plástico, como escribimos antes, es acompasado pero va directamente al blanco.

Toda obra de arte, desde el punto de vista comunicativo, tiene tres niveles: el semántico (relaciones entre las figuras y la realidad figurada), el sintáctico o de la composición (relaciones de las figuras y los colores entre sí) y el pragmático (relaciones que se dan entre la obra de arte y el creador). Los tres existen en todo mensaje artístico y de su ensamblaje (armonioso o infeliz) depende el éxito o fracaso de un pintor. En el caso de Acevedo, los tres están perfectamente concatenados.


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