La docencia es una profesión que se ejerce más de las veces con pasión y a cambio de magras recompensas materiales, sin embargo lo noble de su naturaleza social nos empujar a ejercerla con cariño y pasión, más allá incluso de los límites.
Enseñar no era una prioridad para mí cuando egresé de una universidad pública haca más de dos décadas. Yo quería ser escritor o periodista, sin embargo mi primer trabajo fue de profesor en una academia pre-universitaria.
Enseñé, sin mucha convicción y temor, razonamiento verbal a chicos del colegio y a postulantes a universidades capaces de todo, menos de aprender el significado de las palabras. Pero eso a mí no me importaba en lo más mínimo. Lo que yo quería era agenciarme de algún dinero para sobrevivir.
Muy pronto descubrí que la enseñanza era un espacio que me gustaba y que sí yo ponía más cariño y empeño me iría mejor, aunque no ganara lo suficiente. Gracias también a ese trabajo descubrí, en carme propia, el drama de ser un profesor en un país con políticas educativas nulas o mediocres.
Tras mi paso por la academia entré a trabajar a una escuela de teatro, lugar donde hallé, ante mi asombro, estudiantes de más edad, aunque con menos maduros que los adolescentes de la academia. Con ellos tuve una mala experiencia: se quejaron ante la dirección porque los hacía leer y escribir mucho. Quizás tenían razón y yo no sabía dosificar el objetivo que perseguía: desarrollar su gusto por la lectura.
Antes de esas primeras experiencias yo había sido asistente en cursos de Derecho, pero no había podido desarrollar un vínculo afectivo con la docencia, lo cual si logré, felizmente, con el tercer empleo formal que tuve: la enseñanza en una universidad privada, donde tampoco faltaban los estudiantes que se quejaban porque el profesor los obliga a leer libros de más cien páginas.
De súbito, la docencia dejó de ser para mí un empleo alimentista para convertirse en una pasión con sus altos y bajos. Me volví un profesor de periodismo sin saber a ciencia cierta cómo. Los rudimentos venían conmigo, pero yo nunca confié en que pudieran servirme para sobrellevar una aventura que ya lleva más tiempo del que proyecté en un principio. Claro que con el tiempo he procurado enriquecer mi labor académica, que, como todos saben, implica inversión de tiempo y dinero.
Han pasado los años, sigo enseñando, aunque confieso que hay algo que me impide ser todo lo natural que quisiera con la docencia. He tratado de establecer las causas y no he dado todavía con ellas. Esto ocurre porque tal vez porque enseñar no es un profesión, sino una manera de ayudar a salvar el pellejo a los demás; tal vez porque las pobres condiciones en las que se ejerce se han convertido en una mancha que ensucia las buenas intenciones de ser un mejor profesional; o quizás porque cuesta admitir que enseñar es una forma de autoengaño, de falsa consolación, de error inducido, pues lo que queremos en realidad es cambiar el mundo, que nuestros estudiantes lean más, escriban mejor y sean ciudadanos de un país más justo. Lo que quiero decir es que cuando uno enseña tiene le espalda cargada por un bulto muy pesado y trata de sacárselo de encima con furor sin obtener del todo resultados positivos. O quizás no, quizás el cariño de los alumnos vale la pena; quizás la docencia, como dice Steiner, sea un oficio tan noble por el que deberíamos más bien pagar en lugar de esperar lo contrario.