Fue extraordinario en la caricatura, no hubo otra como él para exagerar y distorsionar los rasgos físicos de las personas. Su paso en los 60 y 70 por La Industria y algunos medios limeños dejó una estela muy grande que hasta ahora se recuerda con admiración.
Julio Málaga Grenet, uno de los más geniales caricaturistas que ha tenido el Perú, lo calificó como su sucesor. Y no se equivocó. Desde que Manlio Holguín Gómez, niño aún, empezó a pintar con tizas de colores sobre el asfalto de su barrio de La Unión, su genio creativo fue creciendo y creciendo casi sin límites.
Uno de las virtudes de Manlio consistía en dibujar de memoria. Le bastaba con observar por algunos minutos a su víctima para formarse luego una idea cabal de sus rasgos más destacados. “Yo, en primer lugar, observo mucho. Cuando me persona se descuida, comienza mi trabajo”, me confesó en una entrevista que le hizo en 1999 para el suplemento Dominical de La Industria. Otra de sus características era su predisposición para el diálogo y las largas caminatas por calles y lugares inadvertidos. Conversar y caminar, caminar y conversar le dio, sin duda, sentido a su vida.
Manlio fue parte de Trilce, un grupo de artistas que en la década del 60 del siglo pasado remeció las estructuras mentales de Trujillo con una propuesta entre anárquica y al mismo tiempo respetuosa de lo mejor de la tradición de nuestro pasado cultural. A esa generación pertenecían poetas, narradores, pintores y ensayistas como Teodoro Rivero Ayllón, Juan Paredes Carbonel, Armando Reyes Castro, Eduardo González Viaña, Jorge Díaz Herrera, Juan Morillo Ganoza, Santiago Aguilar y Eduardo Paz Esquerre.
Lo conocí en los años 80 gracias a unos amigos comunes y desde entonces fui consciente de su talento y de una manera especial de asumir el humor. Manlio no solo era habilidoso con el lápiz, sino también con la palabra. Una vez, un amigo le propuso ir al observatorio de la Universidad Nacional de Trujillo para observar las estrellas. Manlio, muy serio, le dijo: “Qué falta de confianza. Yo te puedo hacer ver las estrellas sin necesidad de mirar el cielo”. Su ironía era a veces áspera, pero muy imaginativa.
En los últimos años, Manlio desarrolló una especie de heteronimia de la caricatura, una poética basada en la idea de las personalidades múltiples, de duendecillos que habitaban su mundo interior y creativo en permanente conflicto con su creador: “Yo tengo muchas visiones cuando estoy en mi mesa de trabajo. A veces tengo ganas de tomar un revólver y buscar a mis ángeles buenos y a mis ángeles malos. Son una extensión de mí mismo, seres que a veces me alegran y me irritan. Están sobre mi mesa de dibujo. En ocasiones el tintero se cae sin razón y malogra el trabajo de todo un día. ¿A qué se debe esta situación? Me parece que ellos salen del tintero, sacuden mis instrumentos de trabajo y ensucian lo que encuentran cerca. Yo quisiera liquidarlos, pero sé que ellos me quieren liquidar a mí”, me dijo en la entrevista citada. Una de las últimas exposiciones mostraba caricaturas de sí mismos (pequeños manlios) dispuestos a ultimarlo, sabiendo que la batalla estaba perdida de antemano.
Hace meses que no lo veía caminar y dialogar por calles y lugares inadvertidos de Trujillo. Manlio Holguín Gómez ya no está más con nosotros. Se fue con genio y sus duendecillos a un mejor lugar. Feliz viaje, querido amigo.