El famoso concurso que promoviera el poeta Marco Antonio Corcuera ha vuelto después de veinte años y espera recobrar su antiguo esplendor. Hace treinta años gané ese célebre concurso. Aquí un balance provisional de esa experiencia inolvidable.
Del premio Poeta Joven del Perú que gané en 1985 tengo en el recuerdo el sonrojo que inundaba mi cara cuando supe que lo había ganado; una marcha forzada de Buenos Aires a Huanchaco una madrugada de Año Nuevo; seres humanos que conocí el día de la ceremonia de premiación y se volvieron amigos de toda la vida; compañeros de letras que celebraban más que yo lo que consideraban un trofeo generacional; la risa de gigante de César Calvo, a quien nunca le dije que yo había sido el premiado por un jurado del que él formaba parte; un reconocimiento municipal en Chulucanas a la manera de un hijo ilustre sin lustre; un sobre de manila lleno de siete millones de intis que si no los cambiaba pronto a dólares la inflación alanista los iba a reducir a nada; decenas de libros que nunca hubiera podido comprar sino hubiera sido por el Premio, entre ellos una antología de Cesare Pavese que todavía me acompaña; quince minutos de fama que no me volvieron ni rico ni pobre; un prestigio provinciano a partir de una columna dominical por la que, supongo, me odian y me quieren a la vez; las bodas de plata de mis padres pagadas con una parte de esos siete millones de intis, es decir, con el dinero de la poesía; el llanto contenido en los ojos de mis progenitores cuando les contaron que yo había ganado un premio que me hacía joven, en ese momento, y viejo al día siguiente; la admiración (y la compasión) de algunas mujeres que luego se dieron cuenta que la poesía es solo una ráfaga de luz que nadie entiende o un viaje directo a ninguna parte; comentarios malintencionadas que atribuían a un poeta del grupo Trilce haber hecho lobby a mi favor entre los miembros del Jurado; el gusto de conocer a todo el zoo poético de Trujillo; el mal gusto de ganarme enemigos gratuitos por un libro gris que habla de un poeta que no sabe que es poeta y camina extraviado por las alambradas del verano; el desdén y la indiferencia generalizada en Lima por mi premio en un momento en que era hegemónico lo conversacional y el lirismo una expresión de anacronismo; la conciencia de que en adelante, así no ganara ni un solo centavo, mi destino iba a ser el de un lector que escribe y no el de un escritor que lee; la firme voluntad de que iba a mantener la dignidad de escribir pese al oscuro porvenir que me aguardaba si no me dedicaba al Derecho; unos cuantos lectores fieles cuyo lealtad trato de retribuir a duras penas; el conocimiento y la admiración tardía por Fernando Pessoa y el amor temprano por César Vallejo; la satisfacción de conocer a un Quijote de carne y hueso: Marco Antonio Corcuera, y la tristeza de comprobar que los poetas también se mueren; el malentendido de que alguien me llamara el “poeta más joven del Perú” cuando en realidad no se trataba ni de la edad ni del territorio nacional; un país lleno de coches bomba y mucho desconsuelo; una profunda comprensión y cariño por todos aquellos que creen en el poder de la poesía; y un montón de diarios y revistas amarillentos con noticias sobre el premio. Han pasado treinta y dos años desde entones y, no quisiera, como quería Pessoa, que me juzguen idéntico a mí.