¿Puede el ansia de una obra creativa postergar la fuerza indomable del amor? La vida del célebre poeta portugués Fernando Pessoa se movió en estas arenas movedizas.
Hay historias de amor que han marcado con fuego la vida de los escritores. Algunas les han servido como fuente de estímulo creativo y otras como causa de infelicidad. Por amor, Dante Alighieri escribió lo que escribió en honor a Beatriz. Por amor también, Sofía Behrs colaboró con la obra creativa de León Tolstoi y alumbró trece hijos. Por desamor, a su vez, Césare Pavese tomó la determinación de acabar con su vida y, por lo mismo, con su espléndido proyecto creativo.
Pero hay historias donde el amor ni se crea ni se destruye, sino que se transforma en un mero instrumento para llegar a un objetivo superior. El caso más conocido es el de Franz Kafka, quien no dudó en confesar a Felice Bauer el papel secundario de la pasión amorosa en su plan creativo: «Mi vida consiste y ha consistido, en el fondo, desde siempre, en tentativas de escribir… Mi tenor de vida está organizado únicamente en función de la escritura y si experimenta cambios, los experimenta para que corresponda mejor, si es posible, al escritor, dado que el tiempo es breve, las fuerzas son exiguas, la oficina un espanto, la habitación muy ruidosa y es necesario apañárselas con artificios, cuando no resulta posible hacerlo con una vida recta».
Algo parecido le escribió Fernando Pessoa a su única y conocida compañera, Ophélia Queiroz: «He llegado a una edad en que se está en plena posesión de facultades, en la que la inteligencia ha alcanzado su apogeo de fuerza y agilidad. Por ello, ha llegado el momento de poner en punto mi obra literaria, completando algunas cosas, reagrupando otras y escribiendo las que todavía no han sido escitas. Para realizar esta obra, necesito calma y cierto aislamiento […] Toda mi vida futura depende de que pueda hacerlo, y hacerlo enseguida […] Si me caso, será contigo, Queda por averiguar si el matrimonio, el hogar (se dé este nombre u otro), son cosas que me convienen, a mí, que consagro mi vida al pensamiento…».
¿La literatura como un poder superior al amor? ¿Qué tiene la exaltación literaria que no tenga el impulso amoroso? Las respuestas quizás tengan que ver con la naturaleza de cada individuo, con su manera personal de encarar el mundo y con la consciencia que cada uno tiene de la misión para la que está en la tierra. En el caso de Fernando Pessoa, él era totalmente consciente de que había venido para servir a una causa suprema: la escritura. Y por esta razón, no dudó nunca en vivir como un anacoreta, privarse de los placeres mundanos y amar a cuentagotas. Pessoa amaba a Ophélia, pero más amaba a la verdad literaria. Las cartas que le dirigió desde 1920 a 1930 así lo acreditan. Ahora que han vuelto a ser reeditadas (Cartas a Ophélia. Libros del zorro rojo, Barcelona, 2010) uno puede seguir paso a paso un proceso amoroso en el que, como dice Antonio Tabucci, encontramos a un Pessoa «obligado a canjear su frágil Margarita, inteligente y algo desorientada, por un Mefistófeles implacable y totalitario, agazapado en el Proyecto de una Obra…». No conozco el libro que reúne las cartas de ella a Fernando, donde supongo se confirma este punto de vista.
«Pessoa escogió simplemente la literatura porque no podía escoger el amor», ha escrito Antonio Tabucci en el prólogo a las Carta a Ophélia. Otros ―a partir de la incierta ambigüedad sexual del poeta y la declarada homosexualidad de uno de sus heterónimos más polémicos: Álvaro de Campos― han sacado la conclusión de que estuvo negado para el amor heterosexual. Si bien esta postura se basa en indicios, resulta muy apresurada. Por lo demás, que fuese o no heterosexual poco importa cuando lo más importante es su obra creativa, obra en la que Ophélia Queiroz resulta hasta cierto punto una «víctima canjeable».
En las cartas llama mucho la atención la forma en que el poeta trata a Ophélia. Unas veces con términos infantiles: «Bebé», «Bebecito», «Bebé-angelito», «Ninita», «Bebé-«Ninita». Otras voces con sustantivos ofensivos: «Víbora», «Avispa», «Fiera». Y otras con fórmulas solemnes: «Excelentísima Señora». Algunos exégetas han creído ver en esta curiosa manera de nombrarla un intento de desexualización de ambos. Lo cierto es que durante su relación amorosa Fernando Pessoa compuso, bajo el pellejo metafórico de Álvaro de Campos, un poema en el que realiza un ajuste de cuentas maravilloso con el romántico enamorado que llegó a ser: «Todas las cartas de amor/ son ridículas./ No serían cartas de amor si no fueran/ridículas./ En mis primeros tiempos escribí cartas de amor/ como las demás./ ridículas./ Y es que, en fin,/ sólo las criaturas que no han escrito jamás/ cartas de amor/ son las que son/ ridículas./ Quien volviera a aquel tiempo en que escribí/ sin darme cuenta,/ cartas de amor/ ridículas./ La verdad es que hoy/ mis recuerdos de aquellas cartas de amor/ son los que son/ ridículos./ (Todas las palabras esdrújulas,/ como los sentimientos esdrújulos,/ son naturalmente,/ ridículas».
Hay historias de amor que han marcado con fuego la vida de los escritores. Algunas les han servido como fuente de estímulo creativo y otras como causa de infelicidad. Por amor, Dante Alighieri escribió lo que escribió en honor a Beatriz. Por amor también, Sofía Behrs colaboró con la obra creativa de León Tolstoi y alumbró trece hijos. Por desamor, a su vez, Césare Pavese tomó la determinación de acabar con su vida y, por lo mismo, con su espléndido proyecto creativo.
Pero hay historias donde el amor ni se crea ni se destruye, sino que se transforma en un mero instrumento para llegar a un objetivo superior. El caso más conocido es el de Franz Kafka, quien no dudó en confesar a Felice Bauer el papel secundario de la pasión amorosa en su plan creativo: «Mi vida consiste y ha consistido, en el fondo, desde siempre, en tentativas de escribir… Mi tenor de vida está organizado únicamente en función de la escritura y si experimenta cambios, los experimenta para que corresponda mejor, si es posible, al escritor, dado que el tiempo es breve, las fuerzas son exiguas, la oficina un espanto, la habitación muy ruidosa y es necesario apañárselas con artificios, cuando no resulta posible hacerlo con una vida recta».
Algo parecido le escribió Fernando Pessoa a su única y conocida compañera, Ophélia Queiroz: «He llegado a una edad en que se está en plena posesión de facultades, en la que la inteligencia ha alcanzado su apogeo de fuerza y agilidad. Por ello, ha llegado el momento de poner en punto mi obra literaria, completando algunas cosas, reagrupando otras y escribiendo las que todavía no han sido escitas. Para realizar esta obra, necesito calma y cierto aislamiento […] Toda mi vida futura depende de que pueda hacerlo, y hacerlo enseguida […] Si me caso, será contigo, Queda por averiguar si el matrimonio, el hogar (se dé este nombre u otro), son cosas que me convienen, a mí, que consagro mi vida al pensamiento…».
¿La literatura como un poder superior al amor? ¿Qué tiene la exaltación literaria que no tenga el impulso amoroso? Las respuestas quizás tengan que ver con la naturaleza de cada individuo, con su manera personal de encarar el mundo y con la consciencia que cada uno tiene de la misión para la que está en la tierra. En el caso de Fernando Pessoa, él era totalmente consciente de que había venido para servir a una causa suprema: la escritura. Y por esta razón, no dudó nunca en vivir como un anacoreta, privarse de los placeres mundanos y amar a cuentagotas. Pessoa amaba a Ophélia, pero más amaba a la verdad literaria. Las cartas que le dirigió desde 1920 a 1930 así lo acreditan. Ahora que han vuelto a ser reeditadas (Cartas a Ophélia. Libros del zorro rojo, Barcelona, 2010) uno puede seguir paso a paso un proceso amoroso en el que, como dice Antonio Tabucci, encontramos a un Pessoa «obligado a canjear su frágil Margarita, inteligente y algo desorientada, por un Mefistófeles implacable y totalitario, agazapado en el Proyecto de una Obra…». No conozco el libro que reúne las cartas de ella a Fernando, donde supongo se confirma este punto de vista.
«Pessoa escogió simplemente la literatura porque no podía escoger el amor», ha escrito Antonio Tabucci en el prólogo a las Carta a Ophélia. Otros ―a partir de la incierta ambigüedad sexual del poeta y la declarada homosexualidad de uno de sus heterónimos más polémicos: Álvaro de Campos― han sacado la conclusión de que estuvo negado para el amor heterosexual. Si bien esta postura se basa en indicios, resulta muy apresurada. Por lo demás, que fuese o no heterosexual poco importa cuando lo más importante es su obra creativa, obra en la que Ophélia Queiroz resulta hasta cierto punto una «víctima canjeable».
En las cartas llama mucho la atención la forma en que el poeta trata a Ophélia. Unas veces con términos infantiles: «Bebé», «Bebecito», «Bebé-angelito», «Ninita», «Bebé-«Ninita». Otras voces con sustantivos ofensivos: «Víbora», «Avispa», «Fiera». Y otras con fórmulas solemnes: «Excelentísima Señora». Algunos exégetas han creído ver en esta curiosa manera de nombrarla un intento de desexualización de ambos. Lo cierto es que durante su relación amorosa Fernando Pessoa compuso, bajo el pellejo metafórico de Álvaro de Campos, un poema en el que realiza un ajuste de cuentas maravilloso con el romántico enamorado que llegó a ser: «Todas las cartas de amor/ son ridículas./ No serían cartas de amor si no fueran/ridículas./ En mis primeros tiempos escribí cartas de amor/ como las demás./ ridículas./ Y es que, en fin,/ sólo las criaturas que no han escrito jamás/ cartas de amor/ son las que son/ ridículas./ Quien volviera a aquel tiempo en que escribí/ sin darme cuenta,/ cartas de amor/ ridículas./ La verdad es que hoy/ mis recuerdos de aquellas cartas de amor/ son los que son/ ridículos./ (Todas las palabras esdrújulas,/ como los sentimientos esdrújulos,/ son naturalmente,/ ridículas».