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En el corazón del desierto

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Se necesita una dosis de pasión y un gran amor por la naturaleza y el Perú para  sembrar la tierra en el corazón del desierto. El lugar se llama Samaca y el soñador Alberto Benavides Ganoza, un hombre que es más poeta,  intelectual y filósofo que agricultor.
Una camioneta 4 x 4 nos conduce por una trocha abierta sobre la superficie de las dunas, blanco, sinuoso, lleno de baches y rodeado de cerros de magnesio. Hace unos minutos hemos dejado atrás el valle de Ocujaje y lo que viene es una sucesión interminable de huarangos secos y cerros de formas extrañas esculpidos por millones de años de erosión.
Es la primera vez que voy a Samaca. Me han dicho que no son más de veinticinco kilómetros hasta allá, sin embargo ya llevamos más de una hora  y siento que no vamos a llegar nunca, que el camino se prolonga sin que podamos hacer nada, que la monotonía del desierto es una fuerza que está más allá de nuestra voluntad. ¿A qué clase de ser humano, fuera de los nazca y los paracas, se le ocurriría sembrar la tierra en un lugar como este?, me pregunto. Supongo que es la misma pregunta que se harán todos los que van por primera vez al lugar. La respuesta la tiene Alberto Benavides Ganoza, un hombre que es más poeta,  intelectual y filósofo que agricultor y, sin embargo, es un agricultor. Lo que Alberto siembra en realidad son ideas, ideas para cambiar nuestra relación con la naturaleza.
A esta altura del viaje, Samaca es como la Comala de Rulfo: una obsesión, un lugar al que queremos llegar ya, sin demora. Y de pronto ya está. Hemos llegado a Samaca sin saber que estamos en Samaca. La gente del lugar nos recibe con sendas jarras de chicha morada con hielo y sí, el lugar es un contrasentido, una lógica al revés, un lugar de vida en medio de la no vida, una apuesta de fe, un lugar para encontrarse con uno mismo, con el pasado, con el futuro, con el misterio de la tierra.
El primer gran personaje que conocemos es Amara, una llama hermosa y presumida, que se acerca hasta donde está Alberto para que este la engría. “No saben lo maravilloso que este animal, la comunicación que se puede establecer con él. Siento desde lo más profundo mi peruanidad cuando entro en contacto con Amara”, nos dice. Hay otras 20 llamas en los predios de Samaca. Existen también venados, gatos, aves, perros y otros animales silvestres. Muy raras veces cruzan por allí guanacos y pumas. 
Durante la noche bebemos un pisco en una de las cabañas y hablamos del pasado, de los cronistas del Perú, de la poesía peruana y del hermoso porvenir que la agricultura le podría traer al Perú. Alberto lee algunos de sus poemas. Lo mismo hacer Martín. Los demás escuchamos y nos sentimos como en el poema de Li Po: decimos salud a la luna y ya somos varios más con nuestras sombras. Esa noche fue inevitable pensar en el pasado, en lo que hicieron los nazca y los paracas con estas tierras, en el porvenir que nos aguarda, en lo que sucedería para bien si es que los agricultores y los empresarios pensaran como Alberto o sintiera una pizca de lo que siente él por la tierra y la naturaleza en general.

Al día siguiente partimos de regreso a Ica. El convoy vuelve por el mismo camino por donde vino. Esta vez, sin embargo, el camino parece ser más corto. Quizás porque la experiencia de Samaca es como un gusano del tiempo, como una verdad congelada, como una hermosa  batalla que alguien sigue librando en medio del desierto.
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Ilustración: Toamda de http://larepublica.pe/turismo/ambiente/741633-samaca-fundo-organico-desarrollo-armonico-y-opcion-filosofica

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