La literatura debería ser siempre una conquista espiritual, pero a veces se convierte en un nido de víboras, en una carrera de caballos, en un cordón sanitario para aislar a los verdaderamente buenos.
El libro Las bellas extranjeras del rumano Mircea Cărtărescu reúne tres relatos magistrales escritos con humor ácido y descarnado. El primero de ellos, Ántrax, se refiere a la delirante situación que vive un escritor a partir del día que recibe un sobre sospechoso de contener ese polvo mortífero en un contexto post 11-S. El segundo y el tercero, Las bellas extranjeras y El viaje del hambre, abordan las situaciones absurdas que padece un grupo de escritores antes de la caída del comunismo en un viaje a Francia y a una ciudad rumana de provincias, respectivamente,
El segundo relato es realmente una obra maestra sobre las miserias de los escritores. Aunque se refiere específicamente al caso rumano, la historia de Cărtărescu sobre el “nido de víboras” en que se convierte la convivencia literaria es fácilmente reconocible en cualquier lugar donde haya hombres de letras.
Los comentarios al respecto son verdaderamente deliciosos: «Si oyes solo cosas buenas acerca de un escritor, si ves que todos los quieren como a un hermano, puedes estar seguro que nadie le teme, de que todos le estrechan la mano para ser generosos con él pues, en cualquier caso, no representa un peligro. Los compañeros de profesión no se permiten nunca alabar a los que son mejores que ellos ni tampoco siquiera a los iguales (…) los alabados son elegidos con gran cuidado entre los inofensivos, entre los tiernos fabricantes de “sofisticados destellos lingüísticos” (…) mientras que los verdaderamente buenos están rodeados por el famoso cordón sanitario: o bien no se habla de ellos en absoluto, o bien se habla mucho, pero a sus espaldas (…) o bien se les somete a una encarnizado tiroteo de insultos tan pronto como uno los ve en el objetivo» (pp. 112 y 113). ¿Algún parecido con la realidad?
La envidia, no solo en la literatura, es un sentimiento que todos poseemos, pero esto no quiere decir que todos la padezcamos en forma idéntica. Hay la inocua, la que se practica sin mala leche. Gracias a esta existe la emulación, el deseo de algo que no se posee y, por lo mismo, la voluntad de alcanzarlo. La vanidad inocua es competitiva y, en cierto sentido, mueve a los que están rezagados en la gran maratón de la vida y el éxito.
La otra clase de envidia, la artera, es mañosa, astuta, ataca a traición y genera tristeza o pesar del bien ajeno. Esta sí que es de temer. Generalmente detrás de un envidioso artero se esconde un inseguro, un individuo al que el triunfo del otro lo vuelve más consciente de su mediocridad. Este tipo de envidioso apuñala por la espalda, mina el valor o el mérito del otro. Siente que el triunfador o el bienquerido entre la gente no merece nada o es un oportunista que se ha robado lo que estaba reservado para él. La envidia artera es, sobre todo, peligrosa.