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Pasión por la enseñanza

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La mejor manera de acabar con el aburrimiento y desatar el gusto por el conocimiento es la pasión; es decir, enseñar con vehemencia.
 El concepto del verbo enseñar es, según mi punto de vista,  incompleto: «Instruir, doctrinar, amaestrar con reglas o preceptos». Digo incompleto porque se puede enseñar también con la pasión.
Si tenemos en cuenta la incapacidad que tienen los jóvenes peruanos para entender lo que leen o para escribir lo que piensan, la pasión resulta una pieza clave en la transformación de un ser humano. Pasión en una sus acepciones  significa «Apetito o afición vehemente a algo».
El drama de la educación en el Perú es que todo el mudo se aburre en las aulas de una escuela, de un colegio o de una universidad. Se han ensayado todas las metodologías y técnicas y perfeccionado todos los procesos de enseñanza-aprendizaje, pero siempre se llega al mismo punto que describe el diccionario como aburrimiento: «Cansancio, fastidio, tedio, originados generalmente por disgustos o molestias, o por no contar con algo que distraiga y divierta».
Desde hace años estoy convencido del valor de la pasión en el campo educativo. Creo que esta vía emocional debe ser mejor considerada a la hora en que se forma a los profesores de todos los niveles educativos. Estoy de acuerdo con que los profesores deben ser entrenados para que puedan desempeñar mejor sus roles en el aula. Comparto también la idea de lo importante que son la estimulación, la enseñanza activa y el uso de herramientas tecnológicas para la tarea docente. Pero creo que les falta el elemento emocional del que hablo.
La pasión que exhibe un profesor desencadena siempre la incitación a  obrar o funcionar (estímulo) o mueve el ánimo de alguien para que proceda de una determinada manera (motivación). En el libro de entrevistas Conversaciones con ojos del siglo XXI de Santiago Pedraglio, todos los entrevistados ― peruanos exitosos de distintas profesiones  que presentan enseñanzas para futuras generaciones― coinciden sin proponérselo en que la influencia más grande que los marcó en su infancia o juventud fue la de un maestro de escuela o de universidad, ya sea por la entrega al oficio,  su entusiasmo por el Perú o el gusto insaciable por el conocimiento.
Nadie ha resaltado esta coincidencia entre los entrevistados, coincidencia qua mí me parece muy reveladora. Los testimonios de gente como el escritor Oswaldo Reynoso, el sociólogo Julio Cotler, el pintor Fernando de Szyszlo, el teólogo Gustavo Gutiérrez, el físico Ronald Woodman, el embajador Juan Manuél Bákula, el poeta Carlos Germán Belli, el periodista Edmundo Cruz, entre otros, comprueban la fuerza poderosa del liderazgo y la pasión en favor de la enseñanza.

Todo profesor es al mismo tiempo un líder. Los docentes olvidamos frecuentemente que enseñamos a seres humanos capaces de emocionarse hasta las lágrimas o de enojarse hasta la agresión. Los recursos que nos proporciona la pasión por los libros, obras de arte, teorías científicas o personajes que admiramos se convierten en armas formidables sólo si logramos que se manifiesten en su estado más puro. En este sentido, creo más en el profesor que quiebra la voz mientras lee un verso de Pablo Neruda o explica con un brillo diabólico en sus ojos la teoría del Big Bang que en el docente que expone brillantemente los hábitos para ser un empresario exitoso vestido como un dandy y a punto de convertirse en un témpano de hielo. Enseñar es emocionarse; es compartir iras, alegrías y tristezas. Es poner la piel como carne de gallina, y llorar si es preciso.

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