La paternidad, más que una ardua responsabilidad, es una exuberancia sentimental. No importa saber cuándo llega o si nos conduce al ridículo. Lo importante es que se aprende (haciendo), como en el poema de Cisneros.
Ser padre es un asunto complejo, máxime si lo eres a los cuarenta y tantos. La paternidad supone no solo engendrar, sino también asumir una cualidad en la que se conjuga amor, responsabilidad y respeto. Se concibe en absoluta libertad, pero se cría bajo parámetros sociales bien establecidos.
Lo más arduo de la paternidad consiste en no saber nunca si es que estás ejerciendo bien tus deberes y derechos. Como en el poema de Antonio Cisneros sobre el amor, se podría decir que la paternidad es difícil, pero se aprende (haciendo). No hay decálogos, guías, recetas ni psicólogos que te señalen el camino correcto. No los hay, aunque los demás ―sean padres o no― siempre se inmiscuyen en tus asuntos paternos.
Cuando no tenía hijos, las voces “experimentadas” me aconsejaban que me apurara porque de lo contrario lo que iba a engendrar no eran hijos sino nietos. ¿Y qué?, me decía siempre. Y otra vez los metiches aparecían con sus exhortaciones sobre la mejor edad para tener hijos. Yo tuve después una hija, no por ellos sino por mí mismo.
Me había resignado hace tiempo a no ser padre y a sobrellevar con dignidad mi soltería. En la preservación de este camino personal renuncié a una serie de costumbres y hábitos sociales que a mí me parecían forzados y contrarios a mis intereses; por ejemplo: hacer las cosas únicamente porque los demás lo creían o querían.
Es verdad que a los cuarenta y tantos ya no tenemos la misma agilidad y los mismos reflejos para criar, aunque sí mucho entusiasmo y amor. Por Luciana, mi hija, me monto en carros chocones, me coloco vinchas multicolores en la cabeza, me enfundo en trajes de superhéroes, bailo con mis dos pies izquierdos, me subo a un columpio, escribo cuentos de aventuras y terror y, más de las veces, hago el ridículo con afecto. Hacer el ridículo con afecto quiere decir realizar, por exceso de amor, rarezas o extravagancias que causan risa.
Por los hijos, además del ridículo hacemos lo que sea para estar mejor de salud, prolongar nuestras vidas e imaginar escenarios futuros a su lado. No todo se puede, sin embargo todo se intenta. Gracias a Luciana, ahora leo más que antes (subrayo y anoto los libros para que ellas los descubra cuando sepa leer), subo escaleras con cierta agilidad y lidio con el escepticismo que llevo desde siempre. No basta con ser padre, también hay que parecerlo.
Desde hace cuatro años soy padre y todavía los metiches siguen con sus exhortaciones y consejos. Y también con sus comentarios inoportunos: «Apúrate, ten otro hijo para que Lucianita no se sienta sola», «Cuando tú tengas 60, ella va a tener diez» y así por el estilo. Hay otros que, por irónicos, son más crueles de lo debido: «A ver, a ver. No se parece mucho a ti».
Ni lo peliagudo de la paternidad ni menos las exhortaciones y consejos ajenos me quitan el sueño. Siento que valió la pena esperar lo suficiente. En realidad, mi único temor es que no esté a la altura del aprendizaje de mi hija. La velocidad a la que corren sus pensamientos es pasmosa, sin embargo así andamos, a trancas y barrancas en pos de su estela de luz. Podría faltarme el tiempo, pero estoy seguro que el amor nunca. Ser padre es siempre una exuberancia sentimental.