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El destino de las revoluciones

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¿Cuál de las revoluciones triunfó finalmente: la que pretendía transformar las estructuras del Estado y la sociedad o la que quería alterar las costumbres, las mentes y los valores de las personas?
Entre 1916 y 1917, en Zurich, se juntaron, sin que mediara  ningún plan previo, las dos vanguardias que marcarían el futuro de la humanidad en los siguientes 100 años: la vanguardia artística y la vanguardia política.
El azar quiso que estas dos corrientes utópicas coincidieran no solo en un país, en una ciudad, en un tiempo, sino también en una calle, en un cabaret: el Voltaire, ubicado en el número 14 de la Spielgasse de Zurich.
A esa guarida de rebeldes con causa y sin causa concurrieron, por un lado, Tristan Tzara y su pandilla dadaísta y, por otro, Vladimir Ilich Lenin y los intelectuales rusos que urdirían la conspiración política que sacó a los zares del poder.
Se trató del encuentro de dos utopías, de dos corrientes conspirativas, de dos revoluciones. Una, quiso cambiar el pensamiento del hombre; y la otra, la estructura de la  sociedad, la economía y la propiedad. Una, urdió espectáculos provocadores; y la otra, grandes dosis de violencia. Las consecuencias de ambas se podría decir que se extienden hasta nuestros días, pues de ellas derivan casi todos los movimientos contestatarios de los siglos XX y lo que va del XXI.
Mientras Tzara y los dadaístas montaban en el cabaret Voltaireespectáculos destinados a alterar las costumbres de la época, Lenin redactaba por aquellos días en los cafés próximos al bunker de los dadaístas el panfleto Imperialismo, fase  superior del capitalismo y preparaba en secreto la revolución bolchevique.
Según Francois Buot, un biógrafo de Tristan Tzara, este y Lenin llegaron a compartir mesa en el Voltaire y más de una idea. ¿En qué coincidieron o discreparon estos líderes vanguardistas sobre el carácter de sus revueltas? ¿Es posible que artistas y los políticos se pusieron de acuerdo en algo? Lo cierto es que se trataba, como dice Carlos Granés en su libro El puño invisible. Arte, revolución y un siglo de cambios culturales de «una respuesta y un ataque  a la estructura de la sociedad, a la cultura hipócrita que había permitido la masacre y la miseria en nombre de principios morales elevados».
Los historiadores afirman que la revolución liderada por Lenin triunfó, transformó a Rusia y al mundo y, por lo mismo, sus consecuencias impulsaron a su vez otras ideas de cambio a lo largo del tiempo. La revolución liderada por Tristan Tzara, en cambio, fue derrotada y las vanguardias se diluyeron conforme el mundo se volvía más seguro y conservador. ¿Es cierto todo esto?
El socialismo real, que hasta los años 80 mantuvo un poder e influencia en todo el mundo, cayó como una pesada cortina de hierro (lo cual no quiere decir que haya dejado de existir), en tanto el germen de las vanguardias, declarado muerto prematuramente por algunos incrédulos, atravesó el horror del nazismo, sobrevivió a la Guerra Fría y ha seguido trasmitiéndose de generación en  generación hasta llegar a movimientos como el que inspira a los jóvenes del primer y tercer mundo a tomar las plazas de las grandes ciudades para exigir un lugar para sus sueños y sus libertades. 
Lo cierto es que ambas revoluciones que nacieron juntas en Zurich se han transfigurado en un nuevo sueño utópico que no alcanzamos todavía a entender del todo.

Cambio de contraseña de Facebook

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Hola, Angela V.:
Se cambió tu contraseña de Facebook el lunes, 5 de agosto de 2013 a la(s) 13:47 (UTC-05).
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Los 50 de La ciudad y los perros

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La opera prima de Mario Vargas Llosa cumple 50 y la opinión es unánime: se trata de una obra maestra escrita por un joven de 27 años.
 El 2013, La ciudad y los perros, la opera prima de Mario Vargas Llosa, cumplirá cincuenta años de publicada. Con este motivo, La Real Academia  Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española han preparado la edición conmemorativa del libro, la cual acaba de aparecer en un formato elegante y acompañada de penetrantes ensayos sobre su trascendencia literaria.
Cuando se ha tratado de señalar el punto de partida del boom de la novela latinoamericana, la mayor parte los críticos coinciden en que la obra de Vargas Llosa es el partidor, es decir, el punto que divide las aguas entre la vieja y la nueva narrativa. Sin embrago, es justo hacer algunas precisiones, como dice Javier Cercas.
En 1963, año en que aparece, Vargas Llosa tenía 27 años y era un desconocido. Ese mismo año, Julio Cortázar publica Rayuela. Dos años antes, Ernesto Sabato y Juan Carlos Onetti habían entregado a los lectores Sobre héroes y tumbas y El astillero; y un año antes, Alejo Carpentier y Carlos Fuentes habían hecho lo mismo con El siglo de las luces y La muerte de Artemio Cruz. Cuatro años después Gabriel García Márquez irrumpiría en la escena literaria latinoamericana con Cien años de soledad.
Es decir, el entonces bisoño novelista peruano debutaba en un medio muy competitivo. ¿Pero por qué esta novela fue tan bien considerada por la crítica y su autor convertido en un referente de modernidad narrativa? Las razones son muchas, pero tal vez la más importante sea la precocidad y destreza con que Vargas Llosa manejaba las técnicas y procedimientos narrativos aprendidos de William Faulkner, Gustave Flaubert, James Joyce y Honorato de Balzac.
El joven Vargas Llosa saltaba a la palestra nada menos con novedades técnicas y, de algún modo, volvía extemporáneas las ideas que los viejos escritores hispanohablantes tenían de la novela. En el Perú, los efectos fueron en algunos casos catastróficos. Miguel Gutiérrez, afirma que el libro redujo «las innovaciones técnicas que habían hecho los narradores del 50 a inventos incipientes y de alcances muy limitados».
Pero ocurre con las grandes innovaciones, La ciudad y los perrostuvo en el momento de su debut admiradores y detractores. Los primeros, desconcertados, se rindieron a ojos cerrados a su propuesta estética; los segundos, movidos por la envidia y la ceguera, la calificaron de inverosímil, pretenciosa y superficial. Lo cierto es que la novela estaba allí, en un contexto socio-político vertiginoso y codeándose con las obras maestras de grandes novelistas. Respecto a los bruscos cambios de tiempo, espacio y narrador que exhibía el libro de Vargas Llosa, el uruguayo Mari Benedetti afirmó que a los lectores les era muy difícil entrar a la historia, sin embargo más difícil les resultaba salir de ella.
Más de treinta años después, he vuelto a leer  La ciudad y los perros y mi experiencia ha vuelto a ser esencialmente la misma, aunque no igual. Yo, por supuesto, ya no soy el lector de hace más treinta años. La novela tampoco: se ha enriquecido con la opinión de millones de lectores. No obstante, ese mundo esférico y autosuficiente del colegio militar Leoncio Prado me sigue seduciendo con la misma energía y placer.
¿Por qué leer La ciudad y los perros  medio siglo después de su aparición? Las respuestas, creo, son diversas, de acuerdo al tipo de lector que se aproxime a sus páginas. Para un aspirante a escritor, por ejemplo, constituirá un modelo a seguir debido a la pericia técnica desplegada; para un lector común y corriente, una fuente de gozo y conocimiento; para un lector exigente, un producto fascinante en fondo y forma; y para un escéptico, el retrato metafórico de un país desconcertante y lleno de amor-odio. Y las lecturas nunca terminarán de agotarse.
Una historia relativamente simple, de corte policial y bien contada ha resistido la prueba del tiempo y está cómodamente instalada en la mente del lector promedio, o mejor dicho, del insospechado lector promedio peruano. Pienso que por tocar temas tan universales y pulsar con tanta eficacia en la fibra íntima del drama humano, la ambigüedad moral del Jaguar, la cobardía del Esclavo, los remordimientos del Poeta y la rigidez del teniente Gamboa seguirán solicitando por muchos años más nuestra solitaria y alicaída complicidad de lectores.
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Fotografía: EFE/Kote

Escritores y "escritores"

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Antes, a la condición de escritor se llegaba a punto de esfuerzo y vocación; ahora, cualquiera con algo de fama y temeridad, puede ser autor de libros exitosos. No hay duda de que el mercado obra milagros.
Un escritor es alguien a quien le importa en primer lugar escribir. Y para hacerlo, se prepara emocional y técnicamente. Lo primero, porque se trata de una actividad (¿profesión, modo de vida, oficio?) en la que pone en riesgo toda su existencia a cambio de nada; y lo segundo, porque para llegar al fondo de la experiencia estética tiene que hacerlo a través de una lengua y de ciertas estrategias comunicativas, las cuales debe dominar casi a la perfección.
Para que alguien sea considerado escritor no debe necesariamente haber publicado algo (hay muchos escritores geniales que murieron inéditos) o vivir de lo que escribe (la mayor parte de los hombres de letras tienen oficios afines o alimentistas). Lo que sí es casi una imposición es que haga de la literatura un modus vivendi, que lea, que supere los escollos que le impiden escribir, que se la pase intentando una y otra vez la obra “perfecta”. Este proceso implica, por supuesto, sangre sudor y lágrimas.
Nadie llega a ser escritor porque lo certifica un documento, lo garantiza el tiempo empleado o lo declara una autoridad competente. Se es escritor por actitud, por arrojo, por libre elección, por cariño y por necesidad. La gente reconoce a los escritores, más allá de los clichés y las leyendas, por su entrega, persistencia y vocación. En este sentido, una obra literaria es la culminación de un esfuerzo personal en la que se ha empleado mucha energía y amor propio.  La condición de escritor no es de ninguna manera un regalo de los dioses o el mercado. Se llega a ser un creador literario no porque lo quieran otros, sino porque alguien está convencido de que quiere serlo.
Pero de un tiempo a esta parte, el mercado parece ser el gran hacedor de escritores. Resulta que ahora cualquiera puede serlo  siempre que sea famoso, dicte a unos escribidores pasajes interesantes de su vida y esté acompañado de una gran promoción editorial. Pedro Suárez Vértiz, Gianmarco, Gisela Valcárcel y otros son llamados “escritores” por la prensa. Es más, el segundo le desea suerte al primero como “escritor”, como si se tratara solo de eso: de suerte. Lo que ha hecho el marketing es reducir el concepto de escritor a su acepción más simple y seca: autor de obras escritas o impresas. Y eso es lo que tenemos por doquier: autores de obras escritas o impresas que cuentan sus avatares “artísticos”,  saturan las librerías, venden como mercachifles y proyectan una falsa imagen de la literatura.

Algunos lectores tal vez piensen que detrás de estas palabras hay resentimiento o envidia. Nada de esto. Todo ser humano tiene el derecho de escribir y publicar lo que quiera; lo que tiene derecho es a confundir a los lectores y ayudar a configurar un gusto en el que libros verdaderamente trascendentes son proscritos, o promover la idea, con su silencio o beneplácito, de que a la condición de escritor se llega también con algo de escándalo y fama. Por este motivo, las librerías tienen los libros que tienen, las ferias de libros venden lo que venden y la literatura peruana tiene los escritores que tiene. No está mal que también ellos “escriban” libros; lo que está mal es que sean considerados como “literatura” y sus autores “escritores”. Es como afirmar que Mario Poggi es psicólogo o Rolando Souza constitucionalista.

Amor, belleza y ortografía

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Más que un conjunto de reglas que regulan la correcta escritura de una lengua, la ortografía es una forma elegante de comunicarse y una guía infalible para hacernos entender.
 Una tilde o una coma bien puestas no solo hablan de un buen gusto, sino también de una profunda vocación por cerrar la brecha entre lo que pensamos y lo que escribimos. En un cuento de Ángeles Mastreta llamado Ortografía, una mujer que está a punto de divorciarse encuentra un papelito escrito por la amante de su marido: «Corazón: has lo que lo que tu quieras, lo que mas quieras, has lo que tu decidas, has lo que mas te convenga, has lo que sientas mejor para todos».  Frente a la profunda ignorancia de quien confunde «haz» de hacer con «has» de haber, el pronombre «tú» con el adjetivo «tu» y el «más» de cantidad con el «mas» de conjunción adversativa, la protagonista siente, por un lado, repulsión y, por otro, felicidad.
Tras el hallazgo, la mujer que ha sido cambiada por otra y está punto de divorciarse concluye: «La ortografía es una forma sutil de la elegancia del alma, quien no la tiene puede vivir donde se le dé la gana». Esa conclusión la hace ver que ella está no solo en superioridad estética, sino en superioridad moral. Siente que la causa invocada para la separación es totalmente oportuna: incompatibilidad de caracteres. Entonces firma el acta de divorcio sin pensarlo dos veces.
En mi caso, muchas veces he caído seducido por las declaraciones originales de un escritor o las buenas intenciones de un estudiante, sin embargo cuando he enfrentado la realidad; es decir, cuando he leído lo que han escrito, todo se ha venido abajo de súbito. ¿Por qué? Porque tildaron fe cuando no debían o hicieron sobrar una coma o se olvidaron de que las mayúsculas llevan tilde. En esos casos, siento la incorrección idiomática como una falta grave contra la belleza del mundo y una contribución a que entendernos, entre quienes hablamos una misma lengua, sea una miseria.
José Ortega y Gasset, que además de pensador era escritor, decía que la claridad es la cortesía del filósofo. Y la claridad se puede lograr, entre otras cosas, con una correcta escritura. El periodista Miguel Ángel Bastenier va más allá y exige entre periodistas y escritores dirigirse a las infracciones atraídos como por la fuerza de un imán, con la visión de que una palabra sin tilde o una oración sin los signos de puntuación idóneos es un «atentado contra el orden natural de las cosas».
La ortografía da orden, organiza y clarifica el pensamiento. Pero lo más extraordinaria quizás sea que produce belleza o lo que equivale a decir según el diccionario de diccionarios: «Propiedad de las cosas que hace amarlas, infundiendo en nosotros deleite espiritual. Esta propiedad existe en la naturaleza y en las obras literarias y artísticas». Tampoco pedimos tanto, por supuesto. Nos contentamos con que lo que está bien escrito pueda ser tratado con cariño y con deleite.

¿Qué pasaría si usted lector se enamora de alguien que le escribe una nota como esta: «Corazón: has lo que lo que tu quieras, lo que mas quieras, has lo que tu decidas, has lo que mas te convenga, has lo que sientas mejor para todos»?  No sé llegaría a separarse de quien utiliza tan mal la lengua, pero en mi caso sentiría una profunda arcada en el estómago. Lo mismo siento ahora cada vez que leo los textos que aparecen en un cartel, en una valla en la carretera o en un spot en la televisión. ¿Tan mal escriben los publicistas o simplemente lo único que les importa a ellos son las ideas? Yo los diría que lo piensen dos veces. En caso así lo crean, van a terminar arruinando la belleza de sus brillantes ideas y, al mismo tiempo, hiriendo de muerte la lengua que usan para persuadir al público al que se dirigen.

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Periodismo de alto vuelo

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El libro de perfiles Plano americano (2013) de la periodista argentina Leila Guerriero confirma su condición de referente de lo mejor del periodismo narrativo de habla hispana.
La definición más simple de crónica dice que se trata de la recopilación de hechos históricos narrados en orden cronológico y con técnicas literarias.  El perfil, por su parte, es  ―afirma el Manual de Redacción de El Tiempo de Bogotá―  « (…) una biografía  parcial escrita con modalidad de reportaje, que se caracteriza por la consulta de varias fuentes, y que trata de adentrarse en el “pellejo” del personaje para darle al lector una idea cercana de su forma de pensar y de actuar, de sus actividades y de otros detalles que contribuyan a describirlo».
Soy un convencido que ambos géneros periodísticos son también géneros literarios. Si bien su materia básica es la realidad, su objetivo central es usar el lenguaje y las técnicas narrativas para conseguir efectos estéticos y conmovedores entre sus lectores.  Esto es lo que actualmente se conoce como periodismo narrativo y busca, entre otras cosas, aplicar los recursos y los procedimientos de la novela en  productos periodísticos como el reportaje, la crónica y el perfil.
La argentina Leila Guerriero es de un tiempo a esta parte una de los referentes más importantes de este tipo de periodismo.  Cuando obtuvo el 2010  el Premio Nuevo Periodismo CEMEX+FNPI en la categoría texto,  los lectores empezaron a fijarse con más detenimiento en sus libros publicados antes del galardón, los cuales habían pasado hasta cierto punto desapercibidos: Los suicidas del fin del mundo. Crónica de un pueblo patagónico, (2005) y Frutos extraños, crónicas reunidas 2001-2008 (2009), sobre todo este último, el cual recoge crónicas realmente antológicas: El gigante que quiso ser grande, El rastro de los huesos y El mundo feliz: venta directa.  En ese libro, lo mejor del periodismo literario impulsado por Truman Capote, Norman Mailer, Gay Talese y Tom Wolfe resucita con fuerza inusitada.
Hace unos días, Leila Guerriero estuvo en la Feria del Libro de Lima donde presentó su libro Plano americano(2013), un conjunto de 21 perfiles que ha recibido palabras muy elogiosas de  Mario Vargas Llosa: «Sus perfiles y crónicas utilizan técnicas que son de los mejores novelistas». Es decir, Vargas Llosa destaca su excelencia en el uso del tiempo y el lenguaje (técnicas básicamente narrativas) y no la pura subordinación a la realidad, lo cual la hubiera convertido en una periodista mediocre y limitada a lo estrictamente informativo.
Plano americano retrata en 407 páginas a personajes marginales, desbordados o enigmáticos. Aunque todos los perfiles están escritos con notable calidad, destacan por su minuciosa construcción, la seriedad y rigor de las pesquisas y la belleza del lenguaje, los que corresponden a Nicanor Parra (Buscando a Nicanor), Idea Vilariño (Esa mujer) Pedro Henríquez Hureña (El extranjero), Facundo Cabral (Soy leyenda), Ricardo Piglia (Nada es lo que parece),  Juan  José Millás (Al otro lado del espejo) y Roberto Art (La vida breve).
Contra todo lo que podría pensarse, Leila Guerriero es una periodista que siempre va a contracorriente y alguien que no cree en la “profesionalización” del oficio periodístico: «(…) yo soy periodista, pero no sé nada de periodismo. Y cuando digo nada, es nada: no tengo idea de la semiótica de géneros contemporáneos, de los problemas metodológicos para el análisis de la comunicación o de la etnografía de las audiencias. Además, me encanta poder decirlo acá, me aburre hasta las muelas Hunter S. Thompson. Y tengo pecados peores: consumo más literatura que periodismo, más cine de ficción que documentales, y más historietas que libros de investigación». Y los lectores, sin embargo, aceptan sus desplantes y están de acuerdo con ella. Quizás porque intuyen que detrás de esta vocación a prueba de balas hay un amor irrefrenable por la belleza literaria que tanta falta la hace al periodismo latinoamericana  de hoy que, en su gran mayoría, todavía vuela a ras del suelo. 

El escritor perdurable

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¿Qué se necesita para llegar a la condición de escritor perdurable? ¿Basta el éxito de ventas o la fama o más bien una mezcla de talento, esfuerzo y casualidad? Lo importante, dicen otros, es llegar al corazón de los lectores.
 Unos dicen que la literatura es un arte de minorías y otros que no, pues basta con ver la cantidad de libros  y autores que son éxitos de venta. Unos dicen que la literatura es para los intelectuales y los escritores y otros que no, pues así lo demuestran los miles de ciudadanos que visitan las ferias de libros cada año.
En realidad, todas las afirmaciones son ciertas a condición de aclarar que entendemos por literatura. Si nos referimos al  «oficio (ocupación habitual) que emplea como medio de expresión una lengua», sin duda debemos admitir que la literatura vende, y mucho. Allí tenemos a los libros de autoayuda, cocina y de entretenimiento en general. Sus autores tienen objetivos económicos muy definidos y, sobre todo, cuentan con el olfato y las herramientas básicas para lograr su cometido.
Pero si hablamos de la literatura como el «arte que emplea como modelo de expresión una lengua», estamos hablando de cosas mayores, pues «arte» implica una actividad muy compleja cuyo objetivo central es conmover al lector. Para llegar a su meta, un autor tiene que convertirse en un artista; esto es, alguien dotado y preparado técnica y emocionalmente para producir belleza.
Vamos definiendo entonces las primeras diferencias. Mientras la literatura que llamaremos práctica persigue vender sus productos, la literatura que llamaremos artística tiene como meta desestabilizar afectivamente al lector, lo cual se consigue a través de la belleza del lenguaje y una visión sorprendente e inesperada de la realidad. A un autor de  best-sellers le interesa vender libros más que lograr la condición de artista, mientras que a un escritor verdadero le interesa ser un artista antes que un comerciante de libros.
Para ser un Paulo Coelho o un Dan Brown no se necesita poner en riesgo la vida, mientras que para ser Fernando Pessoa o César Vallejo hay que asomarse al borde espeluznante del abismo y mirar cuán lejos está el suelo. Unos y otros representan los extremos de la literatura. De un lado, Coelho y Brown como productores de historias hasta cierto punto superficiales y eficaces; y de otro, Pessoa y Vallejo como creadores de un arte en cierta forma imposible, por cuanto está despojado de estrategias de éxito económico. Los primeros, además, escriben para ser, en tanto los segundos son para escribir.
Ocurre a veces que los escritores de la segunda categoría, la de los verdaderos, alcanzan fama y fortuna en vida o muertos. Esto ocurre no por una estrategia bien pensada o porque usaron los medios de comunicación como cajas de resonancia, sino porque el tiempo obra con ellos el milagro de la universalización de sus creaciones; es decir, que los lectores se sientan identificados con los contenidos de sus libros y se conmueven con sus maneras de mirar la vida.  Son los llamados exitosos a su pesar. Roberto Bolaño, por ejemplo.
También existen excelentes escritores que han llegado a donde están por una mezcla de libertad y calculada promoción. Las estrategias de marketing no funcionarían sin el talento natural que poseen novelistas como Mario Vargas Llosa o Paul Auster. Es una mezcla extraña en la que siempre hay que andar en la línea del equilibrio; el territorio del justo medio; el modelo que, dicen los optimistas, deben seguir los aspirantes a escritores. Este es el tipo de literatura surgido en la edad contemporánea como consecuencia de la aceleración del desarrollo humano y el poder del marketing y los medios de comunicación.
El quid del asunto no es, sin embargo, llegar a ser famoso y vender miles de libros, sino lograr que los libros se lean y después de esto meterse en el corazón del lector. Esto en pocas palabras se llamar ser perdurable y no tiene nada que ver la publicidad y los medios, aunque sí muchas veces con la suerte.




Conversaciones con una niña

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¿Cómo explicarle a un niño sobre abstracciones como el amor y la muerte? A menudo creemos que no nos van a entender. Sin embargo, ellos son siempre una caja de sorpresas.
 No sé si es la edad, el lenguaje o los prejuicios lo que hace más difícil la comunicación con un niño. A los dos años, el niño es una especie de agujero negro que succiona toda la energía verbal que está a su alrededor, mientras que un hombre de cincuenta es más bien un pieza conservadora que sabe cuáles son los límites de las palabras.
Los niños descubren el contenido de las palabras por imitación o por experiencia directa. Así, poco a poco, van adquiriendo el sentido del amor, la bondad, la maldad y otras realidades que solo el lenguaje es capaz de simbolizar con eficacia. La más difícil de entender, probablemente, sea el concepto de muerte; o sea, la cesación o término de la vida.
Y es difícil entender el concepto de no estar por la realidad compleja a la que se refiere. Morir es no estar, dejar de ocupar un lugar, cesar en el continuo transcurrir del tiempo. De niños, la mayoría de los seres humanos nos formamos una idea de la muerte a partir del dolor moral que sienten los mayores y la inmensa tristeza que existe a nuestra alrededor.
Enseñarle a contar a un niño es un tarea ardua, pero placentera.  Relacionar la cantidad, que es un elemento abstracto, con los números propiamente dichos es una fuente de hallazgos y extravíos permanente. Lo mismo ocurre cuando se les enseña a identificar los colores, nombrar a los animales y controlar manualmente algunos artefactos necesarios para su desarrollo personal.
Las conversaciones que se desarrollan entre niños y adultos ocurren a partir de realidades simples e inmediatas. Generalmente, les hacemos preguntas y ellos responden de manera más o menos avisada. Otras veces intercambiamos mensajes condicionados por su reducido prontuario verbal. Sin embargo, muchas veces conversan con nosotros de igual a igual y nos sorprenden con el manejo de algunos conceptos y palabras. A esto habría que añadir su inusual y persistente manejo del porqué de las cosas. 
Mi hija, como su madre y yo, hemos sido educados en una cultura católica, en la que se enseña a los seres humanos desde muy pequeños que las personas que se mueren se van al cielo, incluido Jesús.  Hace poco estuve enseñándole a través de una fotografía en blanco y negro los nombres de mis padres, sus abuelos,  pues quiero que crezca y los tenga siempre presentes como trato de hacerlo yo cada uno de los días que me quedan.  «Este es José y este es Nilda», le repetía. Y ella me pregunta una y otra vez con inmensa curiosidad. «¿Cómo se llaman tu papá y tu mamá?».  «Este es José y este es Nilda», yo  le seguía repitiendo.
En un momento, Luciana cambió el sentido de la pregunta por uno más concreto: «¿Y dónde están?». Glup. «Ellos ya no están», traté de explicarle. «Pero, ¿dónde están?», me insistió mirándome fijamente a los ojos por casi unos treinta segundos. Su mirada era inquisitiva. «En el cielo», dije. «Ah, como Jesusito», me dijo y siguió enfrascada en la tarea de apilar cubos de madera de diversos colores.  Y de esta manera clausuró una conversación a la que, probablemente como ya ha ocurrido otras veces, volverá con más agudeza.
Me ha quedado, confieso, un amargo sabor a derrota. ¿Por qué perdí la oportunidad de explicarle que ellos ya se habían muerto y que únicamente quedan en el recuerdo de las personas? Estoy seguro que lo hubiera entendido, no porque sea muy lista ―que lo es― sino porque es natural que un niño sepa en qué consiste el principio y fin de la vida. A veces, frente al imperio de una cultura culposa, a la que nos aferramos con fantasías y remordimientos, preferimos no coger el toro por las astas  y quedarnos callados.
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Mi amada Luciana con su caballo azul, luego de un función de teatro.

Las aristas del amor

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Un libro de cuentos que enfatiza las contradicciones del amor y desmitifica sus epopeyas cotidianas, convierte a su autor, Daniel Rodríguez Risco, en una de las grandes revelaciones literarias  de los últimos años.
En su novela corta Disfraz de niñopublicada en 1990, Daniel Rodríguez Risco ya dejaba entrever su aptitud para las historias breves y condensadas, sin embargo no había todavía en ese libro un narrador seguro de sí mismo. Veintitrés años después, este autor nos sorprende con Amor condicional, un libro de cuentos, según Iván Thays, «escrito con una prosa más que solvente» y con un universo literario muy personal.
«Amor condicional es lo que otras personas nos dan cuando hacemos los que ellas quieren», dice Patty, la protagonista del, probablemente, mejor cuento del libro. Si bien esta visión del amor es la base del segundo relato, creo que los cuatro restantes están impregnados de esta oscura y artificiosa manera de establecer las relaciones afectivas. En Amor condicional  las historias de amor se desarrollan sobre la base de premisas falsas y los protagonistas se mueven, en la mayor parte de los casos, por intereses mezquinos y condicionantes.
Una pareja al borde de la separación recurre a un arquitecto tan infeliz como ellos para salvar un amor que se cae a pedazos; un traductor ya no ama a la continuista extranjera con la que se ha ido a vivir, pero es muy cobarde para decírselo; un ermitaño decide acompañar a su pareja a una reunión social, hecho que lo convierte más adelante en una víctima de sí mismo; un enano tímido se vuelve adicto a una sustancia (HDC) que en lugar de hacerlo crecer lo provee  de tetas y curvas; el socio de un club seduce a una empleada con el fin de que esta le facilite el acceso a las canchas de tenis, sin embargo lo único que consigue es una relación precaria y masoquista; un hombre decide vivir en un extraño y ambiguo equilibrio: amar a una prostituta y a una mujer de su clase social.
Una de las grandes virtudes de  Rodríguez Risco es la creación de  atmósferas que incrementan la progresión de los relatos. Así ocurre con la obsesión del arquitecto que rediseña la casa de una pareja que está apunto de separase o la tortura psicológica a la que somete el traductor a la continuista con el objetivo de aburrirla. El estilo, el enfoque y un lenguaje sencillo y directo están al servicio de esta destreza narrativa. Los cuentos, además,  están salpicados de dosis bien cuidadas de sexo, humor negro y referencias a la vida real, al cine y a una Lima gris y neblinosa. Por otra parte, una de las cosas que más aprecio de estas historias es el cuidado que ha puesto en el lenguaje, la fluidez y el entramado de la materia narrativa.  
Un cuento es verosímil cuando tiene apariencia de verdadero, cuando es creíble y es casi imposible sospechar de su artificialidad. Un buen narrador sabe lidiar con la verosimilitud y tomar por asalto el imaginario del lector sin darle respiro ni tiempo a que compare realidad y ficción. Las historias literarias simplemente envuelven, atrapan, seducen, tienden un puente sutil entre lo falso y verdadero y nos meten de cabeza en el entramado. Los cuentos de Daniel Risco son en buena cuenta realistas, aunque estén atravesados por algunos hechos  fantásticos y absurdos que, debido a la pericia con que están narrados, atrapan al lector y lo colocan en el centro de las contradicciones humanas: el amor y el desamor,  la pasión y el desdén, el aburrimiento y la sorpresa,  la verdad y la mentira.
Amor condicional  constituye no solo una revelación literaria, sino el anuncio de la madurez de un escritor dotado para grandes proyectos literarios.

Las fotografías de César Vallejo

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¿Pueden las fotografías revelar la esencia de una personalidad? Probablemente no, aunque sí nos ayudan a aproximarnos a una vida rica y plural, como la de César Vallejo, el mayor poeta del Perú. 
¿Las fotografías son de verdad, como decía Barthes, la manera en que nos copiamos a nosotros mismos? Desde que este arte se inventó a fines del siglo XIX, los recuerdos tienen como referente las instantáneas que alguien se tomó de manera planeada o espontánea. A través de estas, los seres humanos afinan su sentido de la posteridad y, sobre todo, intentan expresar lo que en realidad no son.
El valor de la fotografía de hace cien años es distinto al de ahora. Antes, fotografiarse no era fácil ni barato, pues suponía el traslado de máquinas y materiales más o menos delicados. La gente se fotografiaba con una idea más elástica del tiempo y con un sentido más estético de la vida. Casi no había lugar para la espontaneidad.  Las fotografías eran las pruebas irrefutables y elocuentes de un pasado que los ciudadanos del futuro iban a mirar con curiosidad.
Con el paso de los años, esta idea del tiempo perdió cierto sentido, al mismo tiempo se democratizó el acceso a las cámaras fotográficas, de tal modo que en adelante cualquiera podía posar para un lente sin que le resultara oneroso, además de obtener de manera expeditiva una copia del pedazo de realidad que había sido fotografiado. Gracias a los avances tecnológicos, todo, absolutamente todo, podía fotografiarse, con lo cual la espontaneidad sentó sus reinos y la intimidad perdió sus muros de protección.
¿Le gustaba fotografiarse a Vallejo, un hombre que vivió a principios del siglo XX? ¿Cómo asumió esa idea elástica del tiempo y ese sentido estético de la vida? De este autor se han conservado una treintena de fotografías que podemos agrupar en varias partes. Una, compuesta por las que muestran su lado grave, gris, apesadumbrado, de hombres oscuro que ―según dicen algunos― fue  (por ejemplo, las fotos en el bosque de Fontainebleu  y en Versalles junto a Georgette, de 1926 y 1929 respectivamente).  Dos, integrada por las que expresan a un aspirante a dandy, a un jovencito andino con pajarita, cabellera larga fijada con gomina y lleno de ganas de conquistar la gloria literaria. Son las imágenes de la pose, de la mirada larga al porvenir (por ejemplo, la que se tomó con fines publicitarios en 1918 y se publicó por primera vez en la revista La Semana).
La tercera parte la componen las fotografías que presentan a un César Vallejo social, bohemio, vinculado a la vida académica, a las celebraciones y al ritual de la amistad (por ejemplo, las que se tomó durante el banquete ofrecido por Cecilio Cox en el restaurante Morillas en 1915,  con la bohemia en pleno en un ambiente campestre en 1916 y con motivo de una velada artística en casa de Macedonio de la Torre en 1917). La cuarta, agrupa las que revelan a un Vallejo irónico, burlón, contestatario, iracundo y hasta ridículo (por ejemplo, las que tomó con su hermano Néstor en el zoológico de Lima en 1920 y con Hernriette Maisse y Carlos More en Paris, en diciembre de 1926 o 1927). Y la quinta, y última, contiene a las que descubren a un Vallejo al desgaire, espontáneo, a la apuradas, sin la rigidez de la “eternidad” (por ejemplo, en las que aparece con Juan Domingo Córdova en el Paseo de Rosales, Madrid, en 1927, y con Rafael Alberti y Georgette Philippart, en Madrid, en 1931). A las fotografías, hay que añadir el descubrimiento de los filmes que muestran por breves segundos al poeta bajando de un bus y participando en una de las sesiones del Congreso Antifascista de Valencia, ambas de 1937.
¿Quiénes somos a partir de una imagen que nos duplica? ¿Fue Vallejo sombrío, dandy, juguetón, bohemio, irónico o espontáneo? Creo que todas las cosas a la vez, dependiendo del énfasis que le demos a sus fotografías. Sin embargo, estoy convencido que a través de estas solo podemos obtener una parte de su personalidad, un fragmento de lo que fue. Las fotografías no nos develan el ser: nos copian a nosotros mismos.

La mujer de MVLL

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La afirmación de un vocación literaria depende en buena cuenta de la perseverancia de un escritor y, más de las veces, de la capacidad de un mujer para organizar una vida a su alrededor. ¿Cuánto le debe en este sentido MVLL a su esposa Patricia?
Leo en las ediciones electrónicas de los diarios las reseñas sobre la nueva novela de Mario Vargas Llosa, El héroe discreto, y no puedo resistir la tentación de leerla. Afortunadamente, alguien me la acaba de prestar, de modo que estoy atrapado en la vida del “ordenado y entrañable” Felícito Yanaqué.
El héroe discreto es su novela número quince y el libro número treinta del total de su obra escrita. ¿Cómo ha podido escribir tanto este novelista de 77 años? Tenía hasta ahora varias explicaciones, entre ellas la firmeza con que ha sacado adelante su vocación, su edad prolongada y su enorme energía creativa, sin embargo faltaba algo más que lo explicara mejor.
Y entonces leo, también en Internet, una entrevista estupenda que acaba de hacerle la periodista Leila Guerriero.  En esta, su esposa, Patricia Llosa, ofrece datos absolutamente reveladores sobre la vida literaria que lleva el escritor. Muchos ya los conocíamos, pero no imaginábamos en qué medida escribir podía ser una vocación tan exclusiva y excluyente y, sobre todo, no sabíamos a ciencia cierta cuál ha sido hasta ahora el rol que en este proceso ha jugado  su mujer.
Según cuenta la propia Patricia, MVLL no tiene que preocuparse de nada doméstico. Ella se encarga de atender las llamadas importantes, de los correos electrónicos, de las compras, de los pasajes, del orden de la casa y otras tareas corrientes.  El novelista es incapaz de memorizar el número del departamento o el nombre de la calle donde viven, aunque es capaz de explicar en detalle la marcha de la economía mundial en cifras y otras cosas por el estilo. Un inútil, en pocas palabras, para las cosas simples de la vida.
Pero hay un dato que  a mí me ha conmovido mucho. Su esposa sostiene que todos los días salen a caminar (antes corrían) y que durante el trayecto ella trata de conversar mucho con él sobre cosas que les interesan a ambos. En apariencia, MVLL la escucha, pero en realidad finge, pues todo el tiempo está pensando en lo que sucederá con el personaje de la novela que está escribiendo o en el tema del próximo libro que tiene planeado escribir; es decir, el hombre nunca descansa. Ella ya está acostumbrada a esto y le sigue el juego.
Patricia está allí paran permitirle escribir y para resolver todos los problemas que de otro modo interferirían en su vida de escritor. ¿Fue así todo el tiempo?  Claro que no. Al comienzo de su carrera, también él (y por consiguiente ella) tuvo que pasar las de Caín y abrirse camino en un mundo muy competitivo y lleno de privaciones.  Con los años, las funciones se dividieron: él estaría dedicado a la escritura y ella a la solución de las dificultades que pudieran ocasionar el fracaso de esa escritura.
Organizar la vida de alguien que es famoso, ha ganado el Premio Nobel, dicta conferencias en distintas partes del mundo, tiene esposa e hijos  y se pasa más de la mitad de su vida en el asiento de un avión, no es fácil.  Mario Vargas Llosa es un escritor organizado, disciplinado, alguien que en palabras de Juan Carlos Onetti está “casado” con la literatura. ¿Qué hubiera pasado si él no hubiera tenido a su lado a una mujer como Patricia?
Así como otros necesitan de la anarquía y de cierto desorden para ser, otros necesitan de la rigidez, de la planificación y de la puntualidad para triunfar; y especialmente de la compañía de un ser que les organice una vida doméstica a fin de que puedan dar rienda suelta a sus demonios creativos sin que tengan que sufrir o distraerse.
En la entrevista con Leila Guerriero, MVLL le confiesa que cuando vivía en Londres y todavía no era el escritor célebre que es hoy, Patricia lo dejaba cuidando a su primer hijo, que entonces era un bebé. Su misión era darle la leche y cuidar que no llore. ¿Y saben qué? El escritor prefería encerrarse a escribir y dejar a medio hacer su tarea de padre. Le importaba poco si su hijo tomaba o no la leche o lloraba sin consuelo.  ¿Cuántas patricias hay por allí ahora mismo tratando de hacerle más fáciles las cosas a varios vargasllosas? Supongo que tuvo razón el escritor peruano cuando le agradeció a Patricia entre lágrimas, durante el discurso de agradecimiento por la concesión del Premio Nobel, haberle permitido llegar tan lejos en su vocación literaria.


Martín dice hola

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Quizás la tragedia de vivir no consista en desaparecer, sino en que no sabemos vivir la vida como corresponde. Hay casos, como el de Aquiles, en el que la belleza de vivir consiste en luchar y decir las cosas con pasmosa sinceridad.
Querido Aquiles:
Hay muchas cosas que nos unen y otras que nos separan, pero las que nos unen son las más importantes y las que nunca nos podrán lastimar, así no estemos de acuerdo. Ser padres, por ejemplo. Cuando yo era tu profesor de periodismo, tú ya estabas orgulloso de tu hijo Salvador y yo, un cuarentón  embutido en su soledad, no tenía ni un perro que le ladre. Me di cuenta cómo ese niño te cambió la vida, y no solo eso, me di cuenta cómo cambió incluso tu manera de escribir. Después, cuando me ocurrió a mí, lo de ser padre, comprendí por qué hacías lo que hacías. Por añadidura, mi vida tuvo otro sentido a partir de esta experiencia. Ahora mismo tengo a Luciana enferma y no puedo dejar de pensar en tu hijo, y en ti mismo que eres a tu vez el hijo enfermo de unos padres maravillosos.
Nos une también la pasión por el lenguaje, el culto por las palabras bien usadas y las textos bien escritos. En realidad, tú eres un purista y yo un esteta improvisado. El que descubre los yerros, los gazapos, los deslices y las metidas de pata eres tú. Yo soy solo un notario de las barbaridades. No me equivoqué, por esta razón, cuando te propuse ser editor de  díatreinta, una revista de periodismo narrativo más vieja que la mítica Etiqueta negra y más decente que todas las publicaciones frívolas que atiborran los quioscos callejeros. Esta revista ha sido, por muchos años, el refugio de nuestras penas literarias y el motor principal del humor negro del que a veces haces gala. El tercer jurásico del periodismo diatreintero es José Caros Castillo, una de tus amigos más entrañables, padre a tiempo competo e incompleto, y el único diseñador que se preocupa de que un texto esté bien corregido.
Pero sabes una cosa, querido amigo,  tú has ido más lejos con el lenguaje. A partir de lo que vives y piensas, me refiero a tu enfermedad, has hecho decir al lenguaje lo que yo, en cincuenta años, Alfieri en cuarenta, y los escritores que admiras, en cientos de años, no hemos podido decir. Cada vez que leo tus mensajes, luminosos y oscuros a la vez, en Facebook, en tu hígado virtual (tu blog)y en los e-mails estilo “martin-dice-hola” siento que has tocado la esencia verbal que los demás estamos condenados a asediar, nunca a tocar por completo. El desenfado, los estiramientos, la sinceridad aplastante, los sentimientos inéditos, la crudeza de los conceptos, la manera de estirar el tiempo con los verbos, las contradicciones de los sentidos, la honestidad despojada de toda ropaje y la fuerza, la poderosa fuerza, con que reniegas de la compasión, la mentira y la artificialidad de quienes te doran la píldora, me convierte en un chancay de a medio en la artesanía del español. No quiero decir que para escribir así hayas tenido que padecer cáncer; lo que digo es que tú usas las palabras como una extensión de tu propio cuerpo; es decir, tienen vida propia.
Nos une el culto a la amistad. Hace mucho tiempo que dejé de ser tu profesor, ahora solo soy tu amigo. En realidad, ahora que lo pienso bien, nunca tuve necesidad de enseñarte nada, aunque sí de compartir mucho. Se trataba nomás de asumir roles: yo hacía como que te enseñaba y tú hacías como que aprendías. El que tiene mucho que enseñarme ahora eres tú, aunque no lo digas ni lo quieras. Tienes tu vanidad, pero no llega a tanto. Me has enseñado, querido amigo, aunque no lo creas, cómo se combate el dolor, cómo se da cara a los malos tiempos y cómo se grita en público el encuentro con la brevedad del tiempo Ya no se trata de roles, sino de aprender que en la marcha de la vida, como decía Heráclito,  nadie se baña dos veces en las aguas de un mismo río y, por eso mismo, cuán importante es vivir la eternidad del presente. Martín dice y dirá siempre hola.
Te escribo para decirte que la amistad es uno de los amores que perdura siempre, para reiterarte cuánto te queremos los que te conocemos de antes y de después de nosotros mismos y para decirte en voz alta y espero que con corrección gramatical que  sigas peleando y enseñándonos a pelear.  Un fuerte abrazo.

Están cordialmente invitados. Hay que llamar a la Alianza Francesa de Trujillo para la inscripción.

El heroísmo cotidiano

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La prolífica imaginación de MVLL parece inagotable. Su más reciente novela, El héroe discreto, hurga en los meandros del heroísmo anónimo y el melodrama con la maestría de siempre.
Tener  77 años,  haber publicado 16 novelas y acercarse casi al medio centenar de libros escritos vuelve vulnerable a cualquier escritor o, en todo caso, lo expone a críticas furibundas. Y si, además, has escrito dos o tres novelas memorables cuando eras joven, los ataques   pueden ser letales.
Hay que entender la producción literaria de Mario Vargas Llosa desde la óptica de quien considera que la literatura es una forma de vida, una ración de oxígeno sin la cual es imposible vivir. Sus declaraciones a medios periodísticos sobre el oficio de escribir son muy elocuentes: «Si no escribiera no dudaría un instante en volarme la tapa de los sesos (…) escribir es una forma de combatir la infelicidad (…) Me rehúso a admitir la posibilidad de que mis mejores años quedaron atrás, y no lo admitiría incluso si me enfrentaran con la evidencia.» (Paris Review), «¿Tiene ánimo para seguir escribiendo o el Nobel es un punto final?, y él saltó como un alambre: “No me voy a dejar enterrar por este premiơ.”» (Leila Guerriero, El País), «Me gustaría morir escribiendo» (Conferencia de prensa durante la presentación de El héroe discreto).
Acabo de concluir El héroe discreto  y debo admitir que me ha pasado lo a que todos los lectores de MVLL: he albergado muchas expectativas sobre la novela. No me he sentido decepcionado, por supuesto, sino que he pasado por alto que no estoy ante un escritor bisoño, sino ante un narrador cuya búsqueda del absoluto literario ha sido remplazada por la destreza técnica, la seguridad en el uso de los recursos narrativos y la recuperación de un universo ficcional propio.
Sin ninguna posibilidad de engancharme con el tema, en las primeras veinte páginas estuve a punto de abandonarla, pero enseguida, tras un nuevo intento en mi cama, caí en su redes. Creo que, en el fondo, lo que cambió fue mi estado de ánimo, pues tenía a mi hija enferma y esta realidad era mucho más fuerte que las tribulaciones del personaje central. La novela desarrolla dos historias paralelas que luego se entrecruzan de manera paulatina. Una, cuenta la historia de don Felícito Yanaqué, un empresario pujante al que su hijo y amante intentan sacarle dinero fingiendo un secuestro. La otra, narra un episodio de la vida de Don Rigoberto, Lucrecia y Fonchito (personajes inolvidables de otras novelas) y de Ismael Carrera, dueño de una compañía de seguros, y sus hijos, un par de tarambas y botarates, que quieren la fortuna de su padre a toda costa. Para evitar esto, el padre decide casarse con su sirvienta: Armida.
El héroe discreto no es, como dicen los comentarios malintencionados, una novela menor, sino una novela que narra pequeños episodios de vida, sucesos insignificantes en lugar de las grandes hazañas sociales como en Conversación en la Catedral y La guerra del fin del mundo. En su última novela, las batallas individuales estás sostenidas por principios éticos también muy personales: la resistencia a quebrantarse ante el mal, por ejemplo. De esta estirpe es Felícito Yanaqué, un hombre simple y sin educación que tiene lo que los políticos y los famosos no poseen: integridad moral. Es, además, un ser ingenuo y buena gente que guía su vida por la promesa hecha a su padre: no ceder a los chantajes del delito.
La trama se desarrolla a la usanza de Vargas Llosa: voces narrativas que se alternan para contar un mismo hecho, saltos de espacio y tiempo que mueven las historias en el sentido que las mismas situaciones indican. Se trata de una estructura bipartita que avanza lentamente hasta juntar las dos historias: la del héroe cotidiano y la del melodrama de  Ismael Carrera y sus hijos. Vargas Llosa  conoce cada uno de los trucos del oficio y, por lo mismo, nos mantiene conectados al hilo narrativo.
Lo único extraño para mí es el uso de la muletilla «Che- gua» que emplean los personajes piuranos. Hasta donde sé, se trata de una forma lingüística desparecida. Los piuranos de este tiempo usan el «gua» a secas, por este motivo su utilización no resulta verosímil en tanto el novelista peruano siempre se ha definido como un escritor realista.

El verdadero placer es no llegar nunca al destino

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Caminar sin rumbo fijo es más placentero que llegar a un destino fijado de antemano. Sana costumbre que los seres humanos hemos ido perdiendo conforme el mundo moderno acorta el sentido del tiempo y el espacio.
Cuando era un adolescente contraje la costumbre de caminar sin rumbo fijo por las calles y el campo de Chulucanas, el lugar donde nací. Todavía no había leído la máxima de Roberto Juarroz que afirma que el verdadero sentido de un viaje es no llegar nunca al destino.
Generalmente caminaba después de leer, cuando algún dolor moral me aquejaba o cuando una melodía me tocaba profundamente. En esas caminatas interminables llegaba a veces hasta la orilla del río Piura, el Lengash en lengua tallánpara los piuranos, al borde de calles oscuras o a la cima del pequeño cerro que estaba cerca a mi casa y dominaba todo el panorama del pueblo.
Las caminatas las  hacía solo, y me sentía bien. La soledad es la condición ideal para disfrutar de una, al menos así funcionaba conmigo en aquellas épocas. Después me ha dado cuenta que una caminata es también una condición ideal para desarrollar una conversación banal o trascendente. Es que desplazarse, moverse de un lugar a otro es como un viaje, pero un viaje en el que no es preciso tener un norte o una llegada prevista de antemano. Y para un viaje son buenas siempre las compañías, aunque sea con uno mismo.
Para que una caminata nos proporcione placer es preciso que el caminante lo haga de improviso, sin ningún plan previo. Se trata simplemente de responder a un impulso interno que puede ser leer, padecer algún dolor o estar tocado por la música. Cada uno lleva los demonios que se merece, por lo tanto no hay pretexto para no caminar y soltarlos por allí. Además, se trata de un ejercicio físico que combina muy bien con el ejercicio mental. Pienso en las caminatas de Robert Walser sobre la nieve, en los alrededores del hospital siquiátrico donde cayó muerto mientras cumplía el ritual de desplazarse sin rumbo.
En realidad, lo más importante para mí no era caminar, sino utilizar las caminatas para pensar, recordar o imaginar cómo sería el mundo si todo fuera distinto. En otras ocasiones las aprovechaba para repasar mentalmente los temas de mis exámenes en el colegio. A menudo lo hacía también para crear las condiciones emocionales para escribir un cuento o un poema. Mi cerebro límbico se movía en esas ocasiones como pez en el agua y los resultados eran días después muy satisfactorios.
Alguna veces caminaba aparentemente sin motivo alguno, sin embargo pronto me invadía un extraño estado emocional que me hacían sentir como un ser descolocado, alguien que no cabía en un mundo de relaciones establecidas, un fuera de foco, un “raro”, alguien incapaz de hacer las cosas que todos hacen en un pueblo donde, por lo general, nunca pasaba nada extraordinario. Quizás las caminatas me condujeron a la puerta de la literatura más profunda y no lo supe ver. Tal vez.
La vieja costumbre de caminar y “buscar” en el vacío la traje a Trujillo. Entre los años 1983 y 1988 fui un empedernido caminante de fines de semana, siempre con los mismos sentimientos y esas búsquedas sin respuestas. La ciudad entonces era más pequeña, más segura y más “poética”, al menos para mí. Caminé kilómetros de kilómetros por San Martín, Pizarro, Mansiche, España y América. A veces me internaba por urbanizaciones y barrios silenciosos. Ahora es muy difícil encontrar lugares así. Como consecuencias de estas caminatas aprendí a conocerme más y a prepararme espiritualmente para escribir textos que nunca he publicado, ya que su valor reside en que fueron preparatorios, largos ensayos de error que me ayudaron a conocer el verdadero valor de la literatura.
Ahora no soy más un caminante empedernido, sino un sedentario lleno de miedos que no aspira a una mayor aventura que la de escribir y disfrutar del cariño de su hija. No sé en verdad cuánto he perdido de mí dejando de caminar. Lo más lamentable sea quizás haber perdido el placer que me procuraba ir por el mundo así como así, sin deseos de llegar a un destino. 





¿En qué se parece El alquimista a Caperucita?

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¿Qué conexión existe entre los cuentos infantiles y los libros escritos por Paulo Coelho y J. K. Rowling? O en otras palabras, ¿qué tienen en común El alquimista y Harry Potter con Caperucita roja y Blancanieves y los siete enanitos?
Las preguntas anteriores parecen absurdas, pero son pertinentes en la medida en que están vinculadas a otra: ¿por qué los libros que tanto seducen a los seres humanos mientras son niños se vuelven insoportables (para la mayoría) conforme estos ingresan a la adolescencia y a la juventud?
Se podría alegar que los libros infantiles son atractivos porque son ilustrados, se valen en algunos casos de recursos audiovisuales y se pueden leer de un tirón gracias a su brevedad. Sin duda, esto atrae a los niños y los ayuda a relacionarse con sus contenidos, pero no explica de todo el fenómeno. ¿Qué está pasando en el centro de atención del adolescente y el joven? ¿Por qué los libros son prioridad cero para ellos?
Una de las primeras explicaciones que se me ocurre es que en el trayecto en que el niño se muda a adolescente y luego a joven, el libro pierde dos cosas: su carácter simbólico y su ligazón sentimental con quienes alientan su lectura. Lo primero tiene que ver con el hecho de que un libro representa sensorialmente la sabiduría, el entretenimiento y la información. Lo segundo, con la pasión de quienes nos introducen en el mundo fascinante de la lectura.
El carácter simbólico se pierde porque se no hace el tránsito correcto. El niño que disfrutó de Peter Pan y lo lleva como una huella psicológica muy positiva en su vida de pronto, unos años después, debido al carácter obligatorio del Plan Lector, tiene que leer El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha o Cien años de soledad, así sin más, con la ayuda de un profesor que tampoco ha leído y disfrutado esos libros y, sobre todo, con alguien que no tiene una ligazón sentimental con estos; es decir, con alguien que carece de pasión. Y carece de pasión porque, tal vez, considera su labor como docente como un simple oficio alimentista. ¡Qué distinto al cariño que lo ponían los padres y profesores a los cuentos que le leían o contaban!
Cuando se pierde el carácter simbólico del libro este deja de tener valor y se vuelve un objeto inservible, sin utilidad práctica incluso para el Estado que tolera, y hasta alienta, esta desvalorización. ¿Han visto ustedes alguna vez una campaña contra la piratería de libros como se hace contra la fabricación ilegal de softwares o billetes? No, si el libro importa un comino y, además, nadie lee en el Perú y basta con el Plan Lector, una medida, según mi punto de vista, totalmente equivocada, ya que incentiva la lectura por obligación cuando la lectura debe ser, por encima de todo, un placer. Y cuando se enseña a leer sin pasión, lo que en realidad se enseña es a odiar la lectura o a asociarla con el aburrimiento. Se ignora que en la escala zoológica, el hombre es el único ser que asocia muy bien el pensar con la espontaneidad del placer.
De acuerdo a Héctor Abad Faciolince, en el caso de los libros de Paulo Coelho -argumentos que podrían aplicarse perfectamente a los libros de J. K. Rowling- estos aplican dos estrategias propias de los cuentos infantiles: «nuestra fascinación por los poderes de adivinación y conocimiento sobrenaturales y el uso, «intuitivamente y con alguna destreza, [de] las estructuras más primitivas del cuento infantil»; es decir, tramas como  “el héroe se pone en contacto con alguien que le dará un don”; “el héroe recibe un objeto mágico”; “el héroe cae en desgracia”; “el héroe se traslada o es llevado al lugar donde está el objeto de su búsqueda”, etcétera.
¿Qué quiere decir esto? Que los libros de Paulo Coelho y J. K. Rowling tienen, además de la ayuda del marketing, la ventaja de utilizar dos de las técnicas y procedimientos narrativos propios los cuentos infantiles, solo que sus contenidos carecen de la trascendencia de libros considerados como “serios” (los de Cervantes o los de García Márquez, por ejemplo). No digo que los escritores en adelante tengan que escribir como los autores de El alquimista y Harry Potter. Lo que hago es una constatación para identificar qué está fallando, por qué hay tan poco interés por la lectura entre adolescentes y jóvenes y por qué se prefieren los libros “superficiales” a los libros “serios” y de verdad  “enriquecedores”. La solución, en todo caso, pasa por lo que se elige, la pasión que se pone al elegir y las condiciones que se crean para el lector.

Técnica y talento: las dos caras de la moneda

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La verdadera literatura es posible solo si un escritor logra juntar técnica y talento, el justo medio que abre las puertas hacia la conmoción y la belleza artística.
No es posible enseñarle a escribir historias a alguien, lo que se puede hacer es mostrarle qué técnicas y procedimientos existen y, sobre todo, estimularlo a que pergeñe una pieza narrativa a partir del análisis de la experiencia que otros han vivido.
Llegué, una vez más, a esta conclusión luego de dictar hace unos días un taller de narrativa al que asistieron estudiantes de secundaria, jóvenes docentes universitarios y señores muy maduros. En realidad, lo que saqué en claro es que más que escribidores lo que necesitamos son lectores que se entusiasmen con una historia bien contada.
Las diferencias de edades de los asistentes no fue un impedimento para compartir un mismo nivel de lecturas: Catedral  de Raymond Carver,Los asesinos de Ernest Hemingway, El gato de Ian McEwan,La noche boca arriba de Julio Cortázar”, Un día perfecto con el pez plátano de J.D. Salinger, La mujer parecida a míde Felisberto Hernández y La carta robadade E.A. Poe; todas piezas elegidas para servir de ejemplo y, más que esto, para servir de acicate en el proceso de lectura al que fueron sometidos durante varias sesiones.
Cuando les pregunté a todos el primer día de clases por qué estaban matriculados en el taller, recibí diversas aunque parecidas razones: para aprender contenidos que luego aplicarían en sus clases, para incrementar el conocimiento de autores, para ampliar su cultura y para aprender a leer. Ninguno, salvo uno o dos que me confesaron tímidamente que escribían cuentos, me dijeron que querían ser escritores. Quizás no lo dijeron  porque todavía el oficio de escritor es visto socialmente con cierta desconfianza y recelo. Al margen de esto, la verdad es que tuve como alumnos a gente talentosa, lista para despegar, aunque tímida para revelar sus verdaderas intenciones. Llevo en mi mente todavía  el momento en que Don José Gaspar Villalobos, un asistente al taller de más de ochenta años, leyó  un cuento estupendo, Los zapatos, que generó el aplauso unánime de los lectores.
Ahora que lo pienso bien, creo que aunque no fueron sinceros, alcanzaron a decirme parte de sus intenciones. No sé si, consciente o inconscientemente, me revelaron una verdad de Perogrullo para el arte literario: que para poder escribir correctamente primero hay que llegar a ser un buen lector. Desde este punto de vista, la experiencia en el taller fue muy enriquecedora. Por lo que me manifestaron directamente y por lo que deduje, la mayoría terminó convencida de que la lectura es la antesala de la escritura; es decir, el lugar por donde es imprescindible pasar para llegar a la meta.
El taller fue también el pretexto adecuado para hablarles de técnica y talento, las dos caras de una misma moneda. Todo aspirante a escritor debe saber que la técnica es algo que se aprende, que se descubre y se practica. Y que el talento es consustancial a nuestra personalidad. Puede ocurrir que un escritor esté dotado de una gran fuerza natural para escribir y, de este modo, consiga publicar uno o dos libros realmente originales, pero después, como consecuencia de su agotamiento creativo y su escasa o nula preparación técnica, termine por tirar la toalla. O al revés, que alguien que ha aprendido perfectamente las técnicas y procedimientos solo consiga escribir historias efectivas, y hasta entretenidas, pero carentes del rayo iluminador que conduce a la belleza; cosa que únicamente se logra educando y puliendo el talento.


Ciudadanos y medios de comunicación

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¿La defensa de la libertad de opinión y expresión pasa antes por la construcción de una república de ciudadanos? ¿Hemos llegado la mayoría de peruanos al ejercicio pleno de nuestros derechos y deberes?
El art. 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos establece uno de los derechos civiles y políticos más importantes de una sociedad: la libertad de opinión y expresión; es decir, la libertad de informar y estar informado.
Tal vez la paradoja más grande de nuestro tiempo sea la contradicción existente entre el discurso sobre los derechos humanos y la dramática realidad que viven los ciudadanos en todo el mundo respecto a sus libertades civiles.  En tanto el núcleo de los derechos humanos es la dignidad (es decir, el decoro, el honor, el respeto de las personas), toda atentado contra este derecho civil político es un atentado contra la libertad del hombre.
Hace unos días, en un conversatorio promovido por la Alianza Francesa de Trujillo, se discutió sobre el rol que le compete a los ciudadanos respecto al comportamiento de los medios de comunicación.  La primera conclusión a la que se arribó es que la condición sine qua non para establecer la relación es que existan ciudadanos; es decir, sujetos de derechos políticos que intervengan, ejercitándolos, en el gobierno de su país.
En honor a la verdad, ¿existe la situación de ciudadanía en un país donde impera la informalidad y las instituciones se deslegitiman con relativa rapidez? Creo que fue el historiador Alberto Flores Galindo uno de los primeros en afirmar que la República creada en 1821 nació si su protagonista principal: el ciudadano. Según esta óptica, lo que tendríamos hasta ahora son seremos humanos luchando para adquirir una condición que implica el ejercicio pleno de derechos y deberes.
En los años 90, el sociólogo Sinesio López retomó el tema en su libro Ciudadanos reales e imaginarios, en el que sostiene que existen comunidades con experiencia ciudadana real y concreta (o que tiende a hacerse concreta) y otras comunidades que viven una ciudadanía más bien imaginada, irreal y que, en el mejor de los casos, no pasa de ser una aspiración atrapada entre el aparato jurídico y la exclusión social. ¿Han superado los grupos mayoritarios esta situación de ciudadanía imaginaria? Todo parece indicar que no.
Entonces, ¿cómo asumir y defender  la libertad de opinión y expresión sin haber resuelto el conflicto entre ciudades reales e imaginarios? ¿Cómo criticar la concentración abusiva de medios, el burdo manejo de opinión e información y la restricción a recibir información de calidad para tomar decisiones que impacten de manera positiva en la democracia?
Hay, creo, dos maneras de enfrentar este problema. Desde el lado social, exigiendo un comportamiento ético y responsable a los medios. Para esto, es preciso consolidar a la sociedad civil; es decir, organizar a la comunidad de ciudadanos sin experiencia real. Enfrentar a la situación como un “rebaño desconcertado” significaría dejar el campo libre para el abuso de la libertad de opinión y expresión. Desde el lado de los medios de comunicación ―hablo de los pocos medios independientes y responsables―, creo que la principal tarea de estos es ayudar a construir la ciudadanía real. No se trata de una labor fácil ni mucho menos rápida, sino de una batalla a largo plazo. Solo así tendría sentido hablar de desarrollo sostenible.


Los últimos de la fila

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Todos se lamentan de los resultados dados a conocer por PISA en estos días: últimos en matemática, ciencia y comprensión lectora; sin embargo, nadie impulsa políticas de largo plazo para remontar la crisis educativa que padecemos.
 Mientras nos preocupamos porque nuestra comida sea motivo de orgullo, que el crecimiento económico esté por encima del 5% y que la selección de fútbol vaya de una buena vez a un mundial, descuidamos un flanco fundamental para el desarrollo del país: la educación. Esto, por supuesto, no es nuevo: es reiterativo.
El 2001 y el 2009, Perú participó también en el Programa para la Evaluación Internacional de Estudiantes (PISA, por sus siglas en inglés). Entonces ocupó el penúltimo y antepenúltimo lugar en matemática y comprensión lectora. En la versión 2012, en la que participaron 65 países que integran la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), hemos caído más bajo todavía: último lugar en matemática, ciencia y comprensión lectora.
Una respuesta mecánica a por qué nos van tan mal en estas materias señalaría a la pobreza económica como el principal causante de esta situación. Sin embrago, si analizamos las cifras presentadas por PISA nos damos cuenta que países como Qatar, que tiene US$72.849 de PBI per cápita (Perú y Colombia tienen el menor PBI per cápita de América Latina: US$10.076 y US$10.175, respectivamente), padecen el mismo mal. ¿Qué ha pasado entonces?
La educación es un proceso en el que, además de dinero, se necesita invertir recursos humanos y aplicar estrategias de largo plazo, muy por encima de ideologías y colores políticos. Es decir, la educación tiene que ver con la clase de país que queremos los peruanos de aquí a 20, 30 o 40 años. Las ciudades peruanas se llenan de grandes centros comerciales, de edificios, de plazas públicas, de pistas, de puentes, de estadios; el Estado invierte en remodelar colegios emblemáticos y construir otros a duras penas, además de pagar mal a sus profesores, quienes se niegan a ser evaluados por temor a perder sus trabajos. El resultado: un país que crece macroeconómicamente, pero que se envilece a nivel cultural.
Si tienes estudiantes incapaces de resolver con éxito problemas aritméticos y algebraicos, reconocer los componentes que intervienen en el efecto invernadero o comprender las ideas rectoras de un ensayo, al cabo de un tiempo tendrás a ciudadanos imposibilitados de transformar la realidad, personas que viven indiferentes frente a la crisis del medio ambiente y seres humanos robotizados por cúmulos de imágenes y datos superficiales. ¿Cómo explicarles y pedirles a estos que se comprometan con temas como la gobernabilidad, la justicia, la inclusión y el respeto a los derechos humanos?
El diario “El Comercio” pidió a  un grupo de especialistas una lista de ideas para combatir la crisis educativa reflejada en la prueba PISA. Ellos enumeraron seis ideas clave para remontarla: mejorar las remuneraciones de los profesores, establecer políticas educativas de largo plazo, apoyo total y abierto del Estado a la educación pública, acreditación de la educación privada, asumir la educación como una inversión y aumentar la inversión en educación y mejorar la ejecución del presupuesto en este sector.
Los países asiáticos a los que les va bien (China, Singapur y Hong Kong) han aplicados medidas como énfasis en la selección de los docentes, trabajo en equipo,  equilibrio en el número de alumnos en cada clase, mayor autonomía a los docentes y un significativo aumento en el volumen de las inversiones en el campo educativo. Lo que no se dice es que detrás de estas medidas existe algo más importante: un compromiso a largo plazo de toda la clase política y empresarial de esos países para sacar adelante su educación. En el Perú estamos muy lejos de alcanzar todavía un consenso de esta naturaleza. Por esta razón, las pruebas PISA seguirán siendo cada tres años el rasero con el que mediremos nuestro atraso educativo.



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