Hay quienes escriben para vender más o para ser famosos, mientras que otros lo hacen por el simple placer de jugarse la vida a cada instante o coronar algún ideal profundo que los llene de vida.
Un libro se escribe principalmente por dos razones: 1) un profundo desacuerdo con el mundo y 2) el placer de reconstruir con un poco de belleza ese mundo con el que se está en desacuerdo. Es decir, el acto creador es algo así como un proceso de construcción y deconstrucción. Ambos actos, por supuesto, relacionados entre sí.
Estas dos motivaciones atraviesan toda la historia de la literatura. Así, hay seres humanos que escriben alentados por un ideal, por una ideología, por una religión o por una causa noble. Otros, en cambio, crean impulsados por gusto y amor a la belleza. Y hay también quienes combinan adecuadamente ambas cosas.
Un ideal muy profundo es, por ejemplo, que la maldad del hombre no arruine el hogar en el que vivimos. Esta es en realidad la gran ideología actual. En un mundo descreído políticamente, sin utopías y con mucha gente viviendo con un gran temor a hacer el ridículo, entretener y trasmitir valores a la mente y los corazones humanos para que no destruyan el planeta tierra es un móvil creativo de gran envergadura. Pero hasta aquí hemos hablado de aquellos autores que, según Almudena Grandes, «se juegan la vida en lo que escriben» y viven al margen de la fama y el acoso de los medios de comunicación.
Hace poco, Dan Brown, el autor del bestseller Infierno, confesó al The Sunday Times que era un esclavo de la escritura porque necesitaba publicar títulos superventas, aunque después ha dicho que escribe por placer. Desde luego, hay quienes escriben un libro para ganar fama o dinero. Sus productos son a menudo libros de autoayuda y cocina y, a veces, novelas en las que hábilmente se entretejen referentes reales, mitos y ficciones. Son, digamos, los escritores que no precisan destruir el mundo en el que viven ni menos perseguir el absoluto estético para ser ellos mismos.
Estos autores tienen, por supuesto, todo el derecho del mundo a escribir y publicar lo que quieran, así como a utilizar como rasero de éxito el número de ejemplares vendidos. Para esto, sin duda, hay mercado y lectores. Sin embargo, las razones a las que me referí al principio pertenecen a un estrato más profundo y son la base de una vocación más sincera y transparente que nada tiene que ver con el marketing editorial. Esto, por supuesto, no lo sabe el lector común y corriente que rápido sucumbe a los cantos de sirena.
Un narrador o poeta que «se juegan la vida en lo que escribe» lo hace porque no sabe hacer otra cosa, porque el acto creador es el aire que respira, porque no encuentra otra manera de ser y estar y porque construir es para él inventar un mundo a la medida de sus aspiraciones. Esta reconstrucción, por supuesto, tiene que ver con el placer, con el encanto de sentirse un pequeño Dios y disponer a su antojo el mundo que lo rodea.
Los autores que escriben por desacuerdo y por placer tejen sin ataduras ni intereses inmediatos o mezquinos una realidad ficticia, que es finalmente la realidad perfectible, la que queremos que exista pero que, afortunadamente para nuestra imaginación, siempre termina convertida en una persecución, en una revelación que nunca se produce.¿Pero luego de la destrucción y reconstrucción de la realidad qué queda? Sin duda, el libro solo, las historias solas, algo que ya no le pertenece al autor, algo que viaja empujado por sí mismo al porvenir y busca el corazón de los lectores para perdurar o para recordarle ese acto de arrojo gratuito y desinteresado: escribir con las tripas.