La destrucción sistemática del medio ambiente no comprende solo el exterminio de la vida, sino también la desaparición de la belleza en todas sus manifestaciones.
Si me dieran a elegir entre los que están a favor de la defensa cerrada del medio ambiente y los que creen que el planeta puede soportar todavía más destrucción, sin duda estoy con los primeros. La tierra explota, dice Sartori, pero algunos imbéciles todavía no se dan cuenta —o no quieren darse cuenta— de lo que ocurre.
No quiero caer en el dramatismo estadístico ni en las profecías apocalípticas con que a menudo se presentan los males derivados de la destrucción sistemática de nuestro planeta. Lo del efecto invernadero, la emisión abusiva de gases tóxicos, el uso indiscriminado del combustible fósil, el envenenamiento de mares y ríos, la destrucción de bosques, la desaparición de especies animales y vegetales y la desertización de grandes zonas de cultivo, es algo que no necesita de más comentarios ni demostraciones.
Se han lanzado campañas de concientización mediáticas y sociales para impedir la catástrofe. Aunque no se ha detenido en seco el mal, se ha logrado crear al menos una gran conciencia sobre las amenazas que se ciernen sobre la humanidad —especialmente entre los más pobres y desprotegidos— si es que no se toman medidas inteligentes.
Los problemas derivados del efecto invernadero y la destrucción de la capa de ozono han incrementado, por ejemplo, el riesgo de contraer cáncer de piel debido a que los niveles de radiación han superado todos los límites previstos. Los especialistas recomiendan protegerse con bloqueadores soleares bajo sol y sombra. Y no se trata de bromas. Los científicos advierten que las zonas más expuestas son las del hemisferio del sur. Esto quiere decir que las consecuencias de haberle causado tanto mal a la naturaleza ahora se dirigen directamente sobre el hombre, juez parte de todo este asunto.
Algo está pasando a nuestro alrededor y no somos capaces de advertirlo con claridad. Cuando al fin lo logramos, los hechos se presentan como consumados y, en muchos casos, como situaciones irreversibles: las costas pierden playas, los ríos se secan, las aguas de las lagunas son presas del mercurio, las fábricas lanzan gases tóxicos y los barcos y las plataformas derraman petróleo. En cualquier caso, se trata de situaciones que han estado siempre bajo el control de los seres humanos y, por lo mismo, han podido evitarse o prevenirse.
¿Cuándo empezó todo esto? No se puede determinar con exactitud. El daño que el hombre le causa a la naturaleza es de vieja data y, aunque no está documentado, se supone que pasó a ser grave a partir del siglo XVIII con la Revolución Industrial, y se aceleró en los dos siglos posteriores. Cuando el capitalismo llegó al estadio de la producción de artículos suntuosos y comida chatarra hace rato que habíamos convertido a la tierra en un gran basural. Y no contentos con esto, el espacio inmediato que rodea a la tierra —si las cosas siguen como están— podría terminar convertido también en un depósito de máquinas, computadoras y fierros viejos en órbita perpetua.
Cuando era niño, durante los meses de verano en mi pueblo llovía torrencialmente, los cerros se llenaban de vegetación y gusanos, en los tejados crecía musgo, los grillos y saltamontes tomaban por asalto los postes de alumbrado público y los ríos traían más agua que de costumbre. Pero lo más extraordinario de aquella estación era el desfile de decenas de mariposas que bajaban de los cerros y se dirigían hacia el oeste. Las había de todos los colores y formas. Entonces no había la conciencia ecológica de ahora y los muchachos de entonces las cazábamos con ramas secas de algarrobo. En realidad, lo que hacíamos era matarlas a golpes para luego guardarlas en cajitas de fósforos que luego olvidábamos en algún rincón de nuestras casas.
Ese ejército de muchachos crueles a veces se apostaba, rama en mano, a esperar a esos bellos y maravillosos insectos, pero estos casi nunca aparecían. A las mariposas les gustaba cruzar sorpresivamente el cielo de mi pueblo. Y así lo siguieron haciendo hasta que un día de pronto se marcharon para siempre. No sé si fueron exterminadas a ramalazos por esos mocosos insensatos, o algo cambió en el clima que las condujo una a un muerte segura, o simplemente se fueron porque encontraron un mundo inhóspito donde ya no llovía ni crecían hierbas y gusanos.
La muerte lenta de la tierra se parece a la desaparición inesperada de esas mariposas que los muchachos de mi pueblo esperábamos en las tardes del verano. De algún modo, todos nos hemos convertido en cazadores crueles y egoístas de la belleza con nuestros actos de indiferencia. ¿Dejaremos que la tierra pase de hogar hospitalario a espantoso hotel donde nadie querrá alojarse nunca más?